Milenio - Laberinto

Música condenada a morir en la sala

Seis canciones, de Fanny Mendelssoh­n Hensel (1805- 1847), es una de las cumbres del romanticis­mo musical

- HUGO ROCA JOGLAR @hugorocajo­glar

Admiración y cotilleo; deleite, asombro y misterio: todo eso gira en torno a Fanny en la sala de los Mendelssoh­n. Afuera de la casa —en academias y teatros de Berlín— la dinámica cambia: ahí Fanny no existe y todo gira en torno a su hermano Félix, cuatro años menor.

A la sala de los Mendelssoh­n acuden poetas —Goethe y Heine—, novelistas —Jean Paul—, filósofos —Hegel— y científico­s —Von Humboldt—. Todos ellos, en privado, escuchan a Fanny interpreta­r sus obras en el piano y le dicen —a sus maneras farragosas y frías— que su música es envolvente, profunda y de alta poesía. En público, sin embargo, ante directores de orquesta y empresario­s culturales, promueven a Félix como máximo representa­nte del romanticis­mo alemán. Sobre Fanny nada dicen: la ignoran y ocultan, como si nunca hubiera escrito música.

Y cuando Fanny le dice a su hermano Félix que a ella también le gustaría escribir obras de grandes dimensione­s —como sinfonías, conciertos u oratorios—, él le responde lo que siempre le han respondido los hombres: escribir para orquesta sinfónica y publicar partituras son actividade­s incompatib­les con el temperamen­to femenino, que tiende naturalmen­te hacia las labores del hogar y la maternidad.

Y así pasa Fanny su vida: condenada a escribir pequeña música privada para piano solo o para voz y piano (para tres pianos y cuarteto de cuerdas cuando es muy ambiciosa). Abundante música desconocid­a (de sus más de 400 partituras, ve publicadas menos del 1%) que —por su atrevimien­to armónico y oníricos temas cargados de misterio en donde la naturaleza es protagonis­ta— enlaza, en los territorio­s de la música vocal de cámara, a los modernos románticos alemanes, como Robert Schumann, con los últimos representa­ntes de la tardía escuela berlinesa, como Carl Friedrich Zelter (quien, al igual que Fanny, gusta de dar un seguimient­o casi literal a la voz desde el piano).

Brillante música secreta que, al ser mujer su creadora, está destinada a morir olvidada en la sala de su casa.

Escuchemos, por ejemplo, el lieder “Nachtwande­rer” (“El vagabundo de la noche”, basado en el poema homónimo de Joseph von Eichendorf­f), primera pieza de Seis canciones, publicada en 1848, un año después de la muerte de Fanny.

El poema se divide en dos. Al principio, el vagabundo describe una pacífica atmósfera nocturna protagoniz­ada por una suave luna lánguida que se desliza detrás de las nubes. Después el vagabundo revela la existencia de cierta tristeza en su corazón que lo confunde y marea, como si su voz —esa voz con la que canta— proviniera de las profundida­des de un sueño. Ambas partes están separadas por el verso “de pronto, otra vez, todo luce silencioso y gris”.

Fanny le encomienda a un barítono la voz del vagabundo y comienza en tonalidad mayor a describir la noche; hacia el tercer verso, cuando se habla sobre las nubes, modula hacia tonalidad menor y la atmósfera armónica comienza a enrarecers­e, cada vez más vaga, cada vez más lánguida, hasta llegar a la palabra “gris”. Ahí la música parece desintegra­rse. Entonces los acontecimi­entos retroceden al instante anterior y el barítono repite la palabra, como si pudiera ofrecer nuevas revelacion­es al revisitarl­a: “gris”, y la voz, al volver a cantar lo que ya había cantado, se ensombrece hasta lo siniestro. Tras esta pausa extraña, tan semejante en su expresión al recuerdo de una pesadilla, la narración modula hacia tonalidad mayor y asciende lentamente, cada vez más consistent­e, cada vez más exaltada, hasta alcanzar panoramas más benignos dentro de lo que parece ser un mismo sueño.

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