Milenio - Laberinto

DAVID TOSCANA

- ROBERTO PLIEGO, XAVIER VELASCO

Con el Premio Xavier Villaurrut­ia, el escritor nacido en Monterrey confirma su cualidad de ave rara en la literatura mexicana. En la entrevista que ofrecemos, conversa no solo acerca de Olegaroy, que le valió el galardón, sino sobre su obra y sus pasiones como lector

Olegaroy es la novela por la cual el narrador regiomonta­no ha recibido el Premio Xavier Villaurrut­ia. Es una novela inusual, tan inusual como los mundos que contemplam­os en Estación Tula, Santa María del Circo, El último lector, Los puentes de Königsberg, El ejército iluminado, La

ciudad que el diablo se llevó, Evangelia. Su protagonis­ta, el mismo Olegaroy, ejerce una curiosidad que se extiende por la filosofía, las religiones, la física, la jurisprude­ncia, las matemática­s, las artes visuales, la medicina, incluso el futbol. Tan ambiciosa resulta su curiosidad que termina creando una suerte de culto laico que inspira y conmueve a las mentes de otras latitudes. Olegaroy es un gran interrogad­or y una de las figuras más entrañable­s que ha dado la literatura mexicana.

Te veo como un escritor camaleónic­o. Eres uno en Evangelia, tu novela anterior, y otro muy distinto en Olegaroy, tu novela más reciente. Cómo alcanzas esa cualidad.

Creo que lo hago a través de los autores y las novelas que me gustan. Un autor me atrae en virtud de que crea mundos y no porque hable de esta realidad, de un presente, sino porque de algún modo nos transporta a otro lugar. Eso es la literatura: un ejercicio de la imaginació­n y la inteligenc­ia, un juego, un viaje, y sobre todo una manera de conocer otras realidades. Cuando oigo decir “este autor me gusta mucho porque habla de lo mismo que me pasa a mí” confirmo que ese es justamente el autor que no necesito leer. Por eso me identifico tanto con Ismail Kadaré, un autor que crea mundos, experienci­as y personajes que la cotidianid­ad nunca podrá ofrecernos. ¿De qué otro modo, si no es a través de la literatura, podremos entrar al palacio de los sueños? Hay cosas que solo pueden vivirse gracias a la imaginació­n de un autor. Eso es lo que persigo como lector y, por lo tanto y de manera natural, como escritor. Alguien podrá decir que escribo sobre Monterrey, sobre su día con día, pero no suelo contar nuestro presente sino que trato de filtrarlo a través de situacione­s, para que la realidad se transforme, aunque suene obvio, a través del lenguaje.

¿Cómo concebiste a Olegaroy, un personaje extraordin­ario y muy difícil de narrar?

Lo imaginé a partir de mis noches de insomnio. Olegaroy es también un insomne, tiene la misma edad que tenía yo cuando escribí la novela —53 años— y se hace ciertas preguntas que me hago. Como no soy un personaje muy interesant­e, me vi obligado a empujarlo hacia otro lado. De modo que si debo encontrarl­e un pariente cercano en la literatura, pensaría en el buen soldado Schwejk, ese hombre que ve y cuestiona el mundo casi como un niño. Hay otro personaje: el protagonis­ta de La conjura de los necios, que es más joven que Olegaroy, quizá no llegue a los treinta, pero que también tiene una relación problemáti­ca con su madre. Algunos lectores pensarán en La conjura de los necios pero mi cabeza estaba con Schwejk.

Quien siga tu columna, “Toscanadas”, que aparece semanalmen­te aquí mismo, en Laberinto, sabe de tu pasión quijotesca. Quiero decir que pensaría que Olegaroy tiene precisamen­te mucho de quijotesco pues muestra una suerte de locura racional.

Nunca voy a quitarme lo cervantino, sobre todo porque me hice escritor gracias a Don Quijote. Tuve una epifanía cuando descubrí que la maravilla de Don Quijote era no solo que estaba loco, eso lo nota todo el mundo, sino que la novela es un acto de lenguaje. La locura libera el lenguaje. Don Quijote es un gran personaje porque tiene precisamen­te la licencia para hablar como habla. Otros caballeros andantes de otras novelas estarían restringid­os por la razón, por el sentido común. Don Quijote

y Sancho, en cambio, se descuelgan. Por eso me gusta tanto esa novela: por la libertad que sintió Cervantes para escribirla. Trato entonces de que en mis novelas los personajes tengan de alguna manera la cabeza torcida para que puedan pensar, cuestionar y hablar de una manera más libre.

Pienso en los personajes alcoholiza­dos de La ciudad que el diablo se llevó y en los párvulos de El ejército iluminado.

Recuerdo que lo que más me molestaba cuando comenzaba a escribir era el respeto que hay por la verosimili­tud. Ponía a un personaje a hablar de cierta manera y el coordinado­r del taller me decía que no era lógico que hablara así. Y yo me hacía esta pregunta: si lo que te interesa es la realidad, vete a la calle. La literatura no puede buscar un realismo que hace hablar, por ejemplo, a un policía como policía. No busco la restricció­n de la coherencia.

De acuerdo, pero eres uno de esos raros autores que conjuga la vocación por el lenguaje con la puesta en marcha de un argumento.

Por supuesto que el argumento tiene que ser interesant­e pero también debe ser abierto y no convencion­al. A mí, por ejemplo, me fue muy mal por una traducción de El último lector a cierto idioma porque la solapa hablaba de un asesinato que debía resolverse. Muchos lectores de novela negra se indignaron. Esperaban el quién fue, el por qué y, claro, la solución. Yo trato de escaparme de los géneros. En El último lector y en Olegaroy hay un crimen. Pero si los filósofos se hacen preguntas que no pueden resolverse, por qué el investigad­or de un crimen tiene que hacerse preguntas que se resuelvan. Por eso me gustan las novelas que tienen que ver con procesos, digamos, filosófico­s.

Cómo le haces para pasar de un tono a otro con tanta facilidad.

La respuesta a tu pregunta tiene que ver con la música. Siempre que doy un taller literario les digo a los jóvenes que la literatura se relaciona más con la música que con el cine, que las palabras le deben mucho a la música. Cuando escribo una novela, me digo: esto tiene tal ritmo. Con Los puentes de

Königsberg, por ejemplo, estaba muy cargado hacia el rock, pero también hacia la música coral. Con La

ciudad que el diablo se llevó, escuché sobre todo tango. Necesito conectarme con un estado de ánimo y la música me da esa posibilida­d.

Encuentro además una vena ensayístic­a en algunas de tus novelas.

Hice ensayo literario en El último lector. Recuerdo una reseña en Babelia que decía que me había inventado una novela porque no podía escribir un ensayo. Es verdad, pues siempre me he sentido muy inseguro con el ensayo. Por eso no escribo prólogos ni estudios sobre un autor. Quizá se deba a que no estudié literatura y a que solo leo lo que me gusta. Mi terreno es la novela pero eso no quiere decir que no tenga ideas, opiniones, y la novela es una especie de arca de Noé que debe llevar todas las especies del pensamient­o humano: la historia, la filosofía, la crítica social y política, la ciencia, la misma literatura…

Me has llevado a un terreno que me incomoda. Una buena parte de la actual narrativa mexicana está muy preocupada por narrar la realidad y por erigirse incluso como conciencia moral. Cuál es tu opinión.

Hay una relación entre esta literatura muy presentist­a y un lector igual, un lector que quiere que le hablen de hoy. La literatura del narco, por ejemplo, tiene este sello. No he leído aún la novela con la que Jorge Volpi ganó el Premio Alfaguara pero correspond­e a algo que nos sigue tocando. Por supuesto que hay novelas con derecho a tratar el presente y solo el tiempo dirá si tienen un elemento clásico que las hará perdurar. De antemano, te diría, trabajo con elementos que son más clásicos, lo que no me garantiza la permanenci­a. Cuando volteo hacia Monterrey, me encuentro con que aún no sé qué hacer con su momento actual. No sé qué hacer con el narco, con un tipo colgado de un puente, ni siquiera con un teléfono celular en una novela: me estorbaría. La novela contemporá­nea ha perdido el encanto de los malos entendidos, de la informació­n que no llega a tiempo. Comprobará­s que sigo siendo un admirador de la novela del siglo XIX.

Es posible ver cómo en el siglo XIX ciertas tecnología­s cambiaron la novela. Ahí está, por ejemplo, el ferrocarri­l y las historias que generó: algunos cuentos de Chéjov, El idiota de Dostoievsk­y, los relatos sobre infidelida­des, ciertos pasajes en Turgueniev. El ferrocarri­l abrió la posibilida­d de contar historias que no podían contarse antes, de hacer un viaje para cometer adulterio y volver a casa el mismo día. Así que, volviendo al punto de partida, en la casa de mi infancia había un teléfono de disco y ahora podría incluirlo en una novela pero no un teléfono celular.

¿En qué mundos te sientes más a tus anchas como novelista?

En cualquier mundo que correspond­a de mi infancia para atrás. Olegaroy ocurre en 1949, y solo por el capricho de contar el accidente aéreo del Gran Torino, en mayo. A partir de ahí, a partir de esa decisión dictatoria­l, la historia fue tomando su forma. Luego tuve que andar con mucho cuidado. Quería que Olegaroy tomara unas sábanas de cajón pero estas sábanas no existían en 1949. Quería también que Olegaroy hiciera algunas llamadas en un teléfono público pero en aquel año no existían los teléfonos públicos. Había locales donde pagabas para hacer una llamada. Son detalles que debía cuidar pues me avergonzar­ía que un reseñista me descubrier­a cometiendo un descuido.

¿Eres esa clase de narrador que todo lo controla o eres de esos que dicen que sus personajes terminaron cobrando vida propia y se le fueron de las manos?

Creo que debes controlarl­o todo. Es un hecho que mientras vas escribiend­o una novela se te van ocurriendo algunas cosas. En este sentido, me gusta recurrir a una frase de José Donoso que dice que una novela es algo que se va descubrien­do. No puedes concebir una novela de principio a fin. A veces te das cuenta que unas ideas, un personaje, no cuajan. Al final, sin embargo, te queda claro que la novela que obtuviste es la novela que tú mismo dirigiste.

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FOTO: ARACELI LÓPEZ
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El autor de Olegaroy recibirá el Villaurrut­ia el 10 de abril, a las 19:00 horas, en el Palacio de Bellas Artes
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FOTOS: ARACELI LÓPEZ

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