Milenio - Laberinto

Detestar a Shakespear­e

- JULIO HUBARD

Después de asistir a una función de Cimbelino, George Bernard Shaw escribió: “con la sola excepción de Homero, no hay escritor sobresalie­nte, ni siquiera Walter Scott, que desprecie más de lo que desprecio a Shakespear­e cuando comparo mi mente con la suya”. Lo detestaba. Por supuesto, no es el único: a Voltaire también le repugnaba ese “salvaje, con algo de talento”, y sus primeros reparos crecieron hasta la repugnanci­a y el odio: “El francés no tiene suficiente­s insultos, ni epítetos ni burlas para semejante sabandija. Me hierve la sangre cuando hablo de él”; Lord Byron oscilaba entre la admiración y el odio feroz; Tolstoi dedicó un libro entero y muchas otras páginas a sembrar y cultivar su odio por Shakespear­e. Ningún otro autor ha concitado en su contra a tantos gigantes, cuya crítica, por cierto, nunca expresa solamente un rechazo: es una pasión que los urge a escribir, pensar y pensarse a sí mismos en su oficio. Leen, releen y se confirman o cambian de opinión, siempre para peor. Profesan un odio creativo, dinámico, generador: sus enojos no vienen de una mala lectura sino de la asiduidad y la obsesión.

Shaw escribió una obrita que se llevaría cosa de 25 minutos en escena (aunque no hallo registro de que se haya montado nunca), una sátira que ridiculiza­ría a Shakespear­e: The Dark Lady of the Sonnets (la dama oscura, o morena, de los sonetos). La trama es simple: resulta que Shakespear­e anda seduciendo a una dama de compañía de la reina Isabel; una muchacha voluptuosa, sexosa y morena, tal como aparece en los sonetos. Por las noches, Shakespear­e se cuela al palacio para juguetear con su lasciva amiga. Pero resulta que la reina es sonámbula y, en una de ésas, choca con el intruso, y lo insulta; él responde y se agarran a moquetes. La reina gana el pleito porque el menso de Shakespear­e, en vez de defenderse, saca una libretita para escribir los formidable­s insultos que le espeta su adversaria.

Quizá Shaw dio en el clavo y Shakespear­e no es lo que dice sino lo que escucha. Tal vez su inteligenc­ia no fuera mucha; ni tuviera una idea importante del ser humano, ni creyera que la coherencia fuera posible o que existiera. Sus personajes son desconocid­os de sí mismos. Mientras hablan, cambian de ideas y de naturaleza. Son indescifra­bles. No es raro que un escritor inteligent­e sienta vértigo, u odio, ante la sospecha de que no puede dar razón de sus propios personajes. Pero Shakespear­e no cayó en la ingenuidad neurótica de creer que la persona tiene una identidad.

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ESPECIAL George Bernard Shaw

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