Milenio - Laberinto

No preguntes jamás

Hace casi 100 años, en mayo de 1918, Béla Bartók estrenó El castillo del duque Barba Azul, su única ópera

- HUGO ROCA JOGLAR hrjoglar@gmail.com

Cuando, hacia 1911, Béla Bartók (1881-1945) comenzó a componer la ópera El castillo del duque Barba Azul—con libreto del dramaturgo Béla Balázs—, recién había desmentido que la música popular húngara derivara de los gitanos —como Franz Liszt afirmó en un libro— y se dedicó, al lado de Zoltán Kodály, a recorrer los pueblos de Hungría y registrar las canciones que hombres y mujeres cantaban espontánea­mente, casi sin darse cuenta, en el transcurso de su diaria jornada.

Eran lentas canciones compuestas en modos antiguos (principalm­ente dórico y lidio) que narraban con suaves voces en registro grave trágicas historias de malogrados amores. Y Bartók se obsesionó con todas esas cosas: la renuncia a la modalidad clásico-romántica, la tragedia del amor y las voces oscuras de gente que canta canciones que existen en su inconscien­te. Eran cosas que desde hacía mucho tiempo atormentab­an su pensamient­o. Cosas que su lenguaje —hasta entonces influido por la densidad lírica del romántico tardío Richard Strauss, como lo demuestran su Suite número 1 para orquesta sinfónica (1905) y su Primer concierto para violín (1908)— necesitaba para volverse íntimo.

Y en la intimidad de Bartók había soledad y dolor acumulado. Era un hombre convencido de la imposibili­dad del amor. Un lúgubre fatalista que, al borde de los treinta, se hizo la promesa —que cumplió fielmente e incluyó dos matrimonio­s fallidos— de nunca revelarle a nadie los secretos de su alma, esos deseos privados que soñaba oculto, misterioso, escondido tras la noche.

En el tétrico Castillo de su ópera, Bartók se trazó a sí mismo. Música de una inexorable desolación cuya esencia resulta profundame­nte sádica: el brutal Castillo no aspira a una destrucció­n solitaria; lo excita la idea de presenciar el derrumbe de sus habitantes. Asfixiar a quienes en su interior se aman. Ser la tumba de los amantes. Por eso se trata de una ópera extraña: antes de vocal resulta sinfónica: el Castillo se extiende a través de una orquestaci­ón profusa, compleja, en continuo movimiento, dominante, simétrica, atravesada por una apasionada exploració­n rítmica y episodios de politonali­dad que por momentos transmiten una (falsa) sensación de retozo con la dodecafoní­a. Judith y Barba Azul existen en y desde el sadismo del Castillo. Sus voces nunca logran la independen­cia; es como si cada una de sus emociones estuviera controlada por la insondable amargura de esa terrorífic­a estancia sin aperturas.

La opresiva omnipresen­cia del Castillo queda de manifiesto durante la secuencia de sus siete puertas —una por cada día de la semana— herméticam­ente cerradas. Judith, a pesar del inicial rechazo de Barba Azul, desea abrirlas todas. Intuye (porque lo ha escuchado desde niña) que cuelgan las cabezas mutiladas de sus tres ex esposas detrás de alguna. Y aunque intuir eso le aterra, el amor es una fuerza más poderosa que el terror. Ama a Barba Azul a pesar de que tal vez sea un asesino serial. Y ese amor que trasciende a cualquier horror le da el poder de exigirle ser la dueña de su inconscien­te.

Barba Azul queda indefenso ante ese amor que le ofrece comprensió­n incluso en la aberración y la vileza. Entonces se rinde y accede a abrir las siete puertas que protegen su inconscien­te. Antes de darle las llaves —en un guiño al Lohengrin de Wagner que le prohíbe a Elsa preguntar— le hace una advertenci­a: “Ve y mira, pero no me preguntes. Míralo todo, Judith, pero no preguntes jamás”.

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ESPECIAL El castillo del duque Barba Azul bajo la dirección de Arturo Gama

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