La terapia Mairena
Cada seis años, para contrarrestar la sobreoferta de propaganda y enajenación que suscita el calendario político, me agencio, como antídoto espiritual, un ejemplar del Juan de Mairena de Antonio Machado. Este discreto clásico es un compendio de la sabiduría vital y la altura estética de su autor, y sus intuiciones y revelaciones no pierden actualidad, ni vigor curativo. Como se sabe, el heterónimo machadiano, Juan de Mairena, era un profesor de gimnasia (enemigo, sin embargo, de la llamada educación física), que ofrecía lecciones gratuitas de retórica a sus alumnos espontáneos y que esgrimía su depurado sentido común frente a los ideólogos dogmáticos y los apólogos de la barbarie de su época. Mairena es un hijo de la filosofía de su tiempo y tiene un sabor inconfundible a Bergson, Ortega y Gasset y Unamuno; sin embargo, su empaque literario y su carácter fragmentario le brindan una luminosa vigencia. En muchos momentos Mairena no solo es una fascinante máscara de su autor, sino un personaje que adquiere vida propia, un precursor del pensamiento móvil y la filosofía práctica que requieren las etapas de mayor incertidumbre. El maestro socrático que es Mairena pregunta, ironiza, escandaliza, combate lugares comunes y salta de la preceptiva poética a la política y de ahí a la filosofía y la teología. Con esa libertad y amplitud de miras, Mairena hace una introspección agudísima en el oficio literario, la nacionalidad española, el individuo contemporáneo y la especie misma. Esta radiografía está escrita con sencillez, un humor bien temperado y formatos de sorprendente originalidad literaria. Para Mairena la conciencia de la finitud, el sentido de las proporciones y el aprecio al valor de la palabra son algunos rasgos que distinguen al hombre de las bestias, mientras que otros rasgos como la vanidad, el afán de riquezas, la voluntad de poder y el mesianismo no son más que apetitos bestiales, disfrazados con ropajes civilizatorios (“Porque el hombre es un animal extraño que necesita —según él— justificar su existencia con la posesión de una verdad absoluta por modesto que sea lo absoluto de esta verdad”). Por eso, ante el fanatismo y la grandilocuencia, ante el bombardeo de verdades indiscutibles y soluciones últimas, Mairena recomienda el escepticismo poético, ese escepticismo del hombre que se sabe “solitario y descaminado entre caminos” y que encuentra en la duda constructiva (no en la evasión) una amiga entrañable y fecunda.