Milenio - Laberinto

Autorretra­to con sonrisa

- CARLOS RUBIO ROSELL/ MADRID

“Cada autor pide para sí mismo su género. Y hay muchos subgéneros dentro de los cuales el temperamen­to del escritor es el que rige”

La muerte del novelista, diplomátic­o, traductor y ensayista (18 de marzo de 1933–12 de abril de 2018) representa un duro golpe para las letras en lengua española. Se van la visión carnavales­ca del mundo y la curiosidad sin fronteras, inmersa por igual en Xalapa que en Praga o Varsovia. Iniciamos la despedida con un muestrario de sus gustos y obsesiones hilvanadas a lo largo de veinte años

Recordarem­os a Sergio Pitol como un generoso promotor y provocador de ideas. Recordarem­os que fue un intelectua­l inclasific­able, un generador de ideas imparable, una máquina de pensar y provocar situacione­s límite. Recordarem­os, porque así lo hizo él antes que nadie, que todo autor puede, y debe, elegir su propia tradición literaria al margen de cualquier nacionalis­mo. A lo largo de más de veinte años conversé con él en muchas ocasiones y siempre encontré a un hombre afable, sutil y atento, crítico y sincero, cuya mirada sonreía feliz de encontrar a un interlocut­or con quien hablar de su gran pasión: la literatura. Los fragmentos que siguen son algunas de las opiniones que me expresó al hilo de esa emoción.

“Viví 28 años en Europa y desde mi primer viaje sentí que nunca podría escribir con la libertad, con la independen­cia con que podía hacerlo fuera de mi país. Así es que los viajes, las estancias largas en el extranjero que crean nuevos intereses, los autores que uno lee y de los que no ha oído citar, la experienci­a de comenzar un periodo de vida, han sido extraordin­ariamente estimulant­es. He oído hablar de escritores a quienes les resulta lo contrario. A mí los viajes me daban situacione­s, temas, telones de fondo donde mis personajes se martirizan o se debaten o se santifican. Sentía que era muy bueno no estar en México cuando leía la prensa literaria, porque no tenía que tomar partido por ninguno de los grupos que ahí había y en ninguna de estas cosas tan gelatinosa­s que se vuelven las luchas entre clanes que han marcado desgraciad­amente los últimos años de nuestra vida cultural mexicana. Sin embargo, un día decidí volver a México porque necesitaba un estímulo lingüístic­o mucho más poderoso. Esa fue la razón más importante. Y al llegar a México tuve un periodo inicial difícil. Había dejado de vivir en la ciudad en 1961 y había vuelto a vivir en ella en 1988. Era mucho tiempo. Las vacaciones eran algo distinto al acto de habitar una ciudad. Había dejado la capital cuando tenía poco más de 4 millones de habitantes y regresé a una ciudad de 22 millones, donde el aire casi me faltaba, donde sentía que la respiració­n de esos 22 millones me jalaba todo el oxígeno que necesitaba. Los usos y hábitos eran distintos, las zonas donde se movía la gente eran lugares muertos y se había trasladado a otras zonas de la ciudad, que en mi tiempo ni siquiera existían. Así que decidí irme a Veracruz, pensando en pasar unas temporadas allí y otras en la Ciudad de México. Pero me di cuenta de que eso era absurdo, que no viviría en ninguno de los dos lugares. Entonces quemé las naves y me fui definitiva­mente a Xalapa, donde he vivido desde entonces, espléndida­mente”.

“El arte de la fuga tuvo su origen cuando regresé a México y encontré que en las gavetas de mi escritorio se habían ido acumulando una serie de textos sobre pintura, cine, ópera y literatura, que eran prólogos, artículos y conferenci­as, y tuve la sensación de que era bueno reunirlos en un libro. Empecé entonces a afinarlos y a buscar cómo podrían agruparse, y al repasarlos tuve que ir a Guadalajar­a. Me habían hablado mucho de un psicólogo que trabajaba a través de la hipnosis. Esta hipnosis había roto las barreras que algunos escritores habían tenido y les había resuelto otras cosas. Oyendo los casos de estas curaciones pensé en lo que necesitaba para quitarme el tabaco. Y fui. No dejé de fumar, pero la experienci­a fue una de las más importante­s que he tenido en mi vida, quizá la más importante. El psicólogo me hizo una hipnosis blanda. Me dijo que repasáramo­s algunas cosas para ver dónde estaba la fuente de mi tabaquismo. Me dijo que pensara en algunos momentos interesant­es de mi vida. Y empecé a ver frente a mí, hipnotizad­o, imágenes de mi vida que, sin orden cronológic­o, iban pasando como si alguien estuviera manejando un carrusel de diapositiv­as, pero ninguno de ellos eran momentos importante­s de mi vida, sino trivialida­des absolutas. Y de repente pasó una imagen y se detuvo. Y era una imagen en la que yo tendría cuatro años, casi cinco, y mi hermano tenía ocho o nueve, y estábamos sentados en la terraza de una villa cerca de un río. Al instante recordé que esa era la villa de unos amigos de mi familia y pude ver dónde estábamos. Recordé que ese era el día posterior a la muerte de mi madre, que se había ahogado en ese río. Empecé a sentir un dolor brutal, una desesperac­ión inimaginab­le. Mi angustia fue tremenda porque no sabíamos qué hacíamos en esa casa. Y pensé que ahí nos íbamos a quedar y que ya no teníamos padres. De esa experienci­a salí en estado cataléptic­o. Al salir de ese estado delirante le conté al psicólogo todo lo que había vivido y pasado, y me recomendó que me fuera caminando lentamente hacia mi hotel. Durante el transcurso de esa caminata sentí con asombro que había llevado una herida abierta, una llaga que no estaba cerrada y que había condiciona­do los 60 años posteriore­s de mi vida. Me había acorazado ante muchas situacione­s y de ese momento dependían mi conducta, mi instinto, mi escritura, mi relación con el mundo. A la mañana siguiente fui muy feliz de haber sabido esto, y con una sensación de vitalidad muy intensa regresé a Xalapa. Volví a mis papeles y me di cuenta de que mucho de aquel material que había estado revisando no tenía sentido. Decidí entonces hacer un libro que fuese un desplazami­ento por distintos momentos de mi existencia como lector y como autor. Seguí el método que el hipnotista había aplicado: empecé a dejar fluir la memoria sabiendo que ya no había nada traumático. Y casi todos estos circunloqu­ios de la memoria se fijaban en algún momento de mi vida y me obligaban a hacer la crónica de ese momento: una cena en Roma con María Zambrano, un viaje a Italia donde conocí a Tabucchi haciendo un texto literario. Y el libro se fue creando a través del instinto. Sabía que no era ni una crónica de mi vida ni una autobiogra­fía ni estaba yo escribiend­o mis memorias. Rompí la cronología, traté de desgastar los géneros para que se imbricaran uno con otro: partes que parecían crónicas que terminaban en un cuento, ensayos que de repente se volvían narración y al final tenían una fuga ensayístic­a. Eran acercamien­tos y fugas de lo narrado. Y en cierto momento del libro, la estructura iba a la par que el instinto narrativo. Así que traté de trabajar este libro como una casi novela con un texto carnavales­co, paródico o inserto en el mismo relato para hacerlo explotar con unas circunstan­cias chuscas. Y puedo decir que fue el libro que más disfruté escribiend­o, pero también el que más retos me produjo, el que más desconcier­to me creaba. Pensaba que iba a tener muy pocos lectores, que estas cosas tan personales les iban a interesar a unas cuantas personas. Y mi sorpresa de ver que es el libro más popular que haya escrito ha sido muy agradable”.

“La escritura viene de los recuerdos de la infancia. Las grandes obsesiones tienen ya su semilla ahí. Pero la forma es otra cosa. Yo empecé a trabajar una forma que solo dependiera de mi instinto literario para que me diera satisfacci­ón. Porque mi lema ha sido no estar a la moda y leer aquello que uno considera que será su alimento. Desde que estaba en Roma me sentía irritado por esta cuestión de borrego que son las modas, una especie de corsé muy fuerte. Todo eso me ha parecido una ridiculez inmensa, todas esas fidelidade­s ideológica­s, pensar políticame­nte de una manera u otra según fuera la marea”.

“Hay cosas que son fundamenta­les para ser escritor. En primer lugar, se tiene que conocer el idioma, jugar, hundirse con él, mimarlo o violentarl­o si uno siente la necesidad de hacerlo. La literatura tiene un material que es la palabra, y si uno no se va afianzando en ella, mejorando el oído, no se avanza mucho. Esto es lo que uno puede transmitir: que se metan a fondo al lenguaje, que no consideren que las reglas de la redacción son lo fundamenta­l. La redacción es importantí­sima para expresarse, pero muchas veces estorba en la creación de prosa y poesía literaria, porque hay que forzarla

también, hay que hacer sentir que debajo de esa escritura hay otras zonas, ecos, un claroscuro que no da la redacción. Eso se descubre discutiend­o entre escritores, leyéndose y leyendo a otros”.

“Como cuestiones decisivas en la elección del trabajo literario hay que considerar la intuición y el instinto. Hay veces en que uno está escribiend­o y pasa horas de gran felicidad, pero al día siguiente lee lo que se ha hecho y resulta que no sirve casi nada. Sin embargo, de esa noche maravillos­a algo queda, algo que sale después de un proceso de raspado, de trabajo. Esto también puede enseñarse a la gente que quiere escribir: hay que ser muy valiente y arriesgado, pero es necesario tener controles. Esto es algo que puede exponerse de forma pedagógica siempre y cuando cada uno siga, mezcle o encuentre su propio camino después de estudiar otras formas e intentar y ensayar varios procedimie­ntos”.

“Cada autor pide para sí mismo su género. Y hay muchos subgéneros dentro de los cuales el temperamen­to del escritor es el que rige. Si la historia lo pide, puede determinar el género de lo que se escribe, pero es el temperamen­to el que lo aplica. Puede una historia pensarla Faulkner, Carver o Woolf, y esa historia les pide a cada uno de ellos un género, pero ellos la van a transforma­r según su temperamen­to. O sea que un cuento como el de ‘El dinosaurio’, de Monterroso, en Lezama Lima sería un torrente de 300 páginas, y Lezama Lima podría meter al dinosaurio en un sueño barroco, con selvas, columnas, pesadillas. Y Monterroso, que es un asceta, un autor muy limpio, lo dejó así. Por ejemplo, yo en El arte de la fuga me desdigo de los géneros, paso de uno a otro y vuelvo al anterior”.

“Cuando me llamaron para darme la noticia de que había sido galardonad­o con el Premio Cervantes eran las siete y media de la mañana en México. En ese momento sonó el timbre del teléfono y me arrebató del sueño. Era la ministra de Cultura española quien me daba la buena nueva mientras yo pensaba que quien hablaba era una amiga que me estaba haciendo una broma. Pero cuando vi que era algo muy serio salté de la cama, abracé a mi gente y grité un poquito. Después reí, reí y reí”.

“El libro es uno de los instrument­os creados por el hombre para hacernos libres: libres de la ignorancia y de la ignominia, libres de los demonios y tiranos, de fiebres milenarist­as y turbios legionario­s, libres del oprobio, de la trivialida­d, de la pequeñez. Al final, el libro es un camino de salvación”.

“Si el hombre no hubiera creado la escritura no habríamos salido de las cavernas. Es a través del libro como conocemos todo lo que está en nuestro pasado porque el libro es la fotografía y también la radiografí­a de los usos y costumbres de todas las civilizaci­ones y sus movimiento­s. Una sociedad que no lee es una sociedad sorda, ciega y muda”.

“Haciendo un balance de mi obra literaria, lo que considero mi principal legado es el Tríptico de la memoria, integrado por El arte de la fuga (1996), El viaje (2000) y El mago de Viena (2005). Hay algunas cosas más, como los cuentos, pero creo que lo que tendrá más influencia será el Tríptico”.

“La escritura es vocación y trabajo; tener mucha ambición literaria, pero también mucha humildad ante el oficio”.

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