La novela en el patíbulo
La cárcel parece un retiro vacacional y el confinamiento una jornada tranquila de trabajo en la novela que Alejandro Hernández Palafox ha ideado sin otra determinación que la de atraer la risa bobalicona del lector hacia un condenado a muerte por horca que, entre frases pomposas y anacronismos, va registrando sus 50 días finales de vida. Lo que hay que padecer ahora en que un par de despropósitos son suficientes para presentarse como novelista.
Ramón Pagano es ese condenado a muerte —el primero desde hace casi cien años en México— y presume una memoria capaz de recitar el directorio telefónico y un historial de asaltante y lavador de dinero para un narcotraficante que carga en su nómina a jueces, políticos y empresarios. Ya que Hernández Palafox ha hecho su carrera en el periodismo —fue director de la Carlos Septién—, no es de extrañar que sienta la tentación de alzar la voz y hacer caer sobre sus páginas una dosis contrita de indignación. A cuento de qué desgracia, quisiera preguntar, la tierra de la libertad y la imaginación cervantinas se ha convertido en la tierra de los redactores y denunciantes comunes y corrientes.
Entre los muchos despropósitos que brinda Los últimos días de Ramón Pagano están las visitas que el prisionero recibe en su celda, tan teatralmente chifladas que uno acaba por no tomarlas en serio. Frente a su cama de cemento desfilan el secretario particular de la Presidencia solicitando la confección de un discurso, el secretario de Gobernación —en busca de consejos políticos—, el secretario de Comunicaciones y Transportes, que concibe el proyecto de recibir, a través de un sistema ramplón de mensajería, la noticia de la existencia, o inexistencia de Dios, unos minutos después de que Pagano sea ejecutado. No hay pruebas de que Hernández Palafox conozca la diferencia entre la comicidad y el pastelazo. Agreguemos a esta rutina la manía del protagonista a discurrir a la manera de un cortesano (“Que la plebe me disculpe si la ofendo, pero debo decir que estoy vestido con mis ropajes más soberbios”) y obtendremos un coctel en el que se mezclan la infertilidad narrativa y el activismo chistoso. Qué mala experiencia y, sobre todo, qué terrible manera de ver pasar el tiempo.
Dejo al lector con una evidencia descorazonadora de entre un amplio repertorio: “los seres humanos somos como los automóviles: empezamos a depreciarnos en cuanto salimos de la agencia”.