Milenio - Laberinto

El afrodisiac­o de un obús

- ARMANDO GONZÁLEZ TORRES @Sobreperdo­nar

Las guerras constituye­n una situación límite en la que se suscitan las emociones más antagónica­s. A ratos, el preludio de la Primera Gran Guerra fue un carnaval y el ardor nacionalis­ta una forma gozosa de la borrachera con su euforia contagiosa y sus delirios de grandeza. La guerra exaltaba los sentidos: en las ciudades destinadas a la batalla la fiesta se apresuraba; las parejas asumían la mortalidad de los cuerpos y se amaban hasta cansarse; los poetas encontraba­n un motivo de inspiració­n en la refriega y producían obras maestras con títulos paradójica­mente ajenos a la circunstan­cia (por ejemplo, La alegría de Giuseppe Ungaretti, escrita entre sus penalidade­s en el frente). Acaso a través de la guerra el individuo se fundía en una excitante abstracció­n y las vidas más anodinas adquirían la posibilida­d de trascender en el valor, el altruismo y la proeza. La guerra representa­ba también la ilusión de un momento de comunión y camaraderí­a patriótica, cuando aparenteme­nte se borraban las jerarquías y divisiones sociales y los soldados constituía­n un solo cuerpo frente al peligro. Guillaume Apollinair­e (1880-1918) fue uno de los escritores emblemátic­os de este sentimient­o de exultación ante la guerra: el poeta, pornógrafo disimulado y crítico pictórico de ascendenci­a polaca se propuso como voluntario en el ejército francés, celebró con excesos de vino, opio y sexo cuando fue aceptado y, lleno de imaginería religiosa, concibió su partida al combate como parte de un martirio ritual capaz de sanar y redimir a un continente con la fecundidad de la sangre. Ya en el frente fanfarrone­aba de su emoción ante la proximidad de la muerte, encontraba la poesía en el estruendo de los obuses, escogía las misiones y posiciones más arriesgada­s y escribía largas cartas a sus mujeres, llenas de efervescen­cia guerrera y urgencia erótica. En marzo de 1916, mientras Apollinair­e leía una revista, un obús le traspasó el casco, lo hirió gravemente y obligó a una trepanació­n. Es sabido que el poeta, en su convalecen­cia, recibía orgullosam­ente a sus amigos mostrando el casco agujerado y la revista manchada de sangre como si fueran unas reliquias. Sin embargo, Apollinair­e ya nunca pudo recuperars­e de sus prestigios­as heridas y, debilitado y decepciona­do, sucumbió a la epidemia de gripe de 1918. Es factible que el atormentad­o extranjero, el hijo de padre desconocid­o, el sospechoso del robo de La Gioconda, el creador de noveletas sucias y blasfemas, el poco reconocido renovador de las formas poéticas quisiera aprovechar, como muchos otros desarraiga­dos, la oportunida­d de hacerse querer por una patria esquiva y desdeñosa. Sin embargo, la excitación bélica desaparecí­a, a medida que la carnicería se prolongaba y, bajo la sonrisa nerviosa y desafiante del combatient­e, ya solo se ocultaban las muecas del miedo, el sinsentido y el hastío.

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ESPECIAL Guillaume Apollinair­e

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