Milenio - Laberinto

Arte de bien decir

- DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

Hay un manual escrito hace más de veinte siglos y que la tradición ha atribuido a Quinto Tulio Cicerón, hermano del más famoso Marco Tulio Cicerón. Se titula Commentari­olum petitionis, que viene a significar Manual de campaña electoral, y fue escrito para dar consejos de hermano a hermano sobre cómo ganar en ciertas elecciones efectuadas en Roma en el año 63 AC.

Casi desde el inicio el autor hace hincapié en la necesidad de dominar las artes oratorias y recomienda la lectura y práctica de Demóstenes. Detalle importantí­simo que han pasado por alto los antes cinco ahora cuatro candidatos, que se creen en un concurso de improvisad­os, entre los que solo hay uno con cultura, y donde el que posee mayor facilidad de palabra habla con poca elegancia y contenido.

También leemos en el manual consejos normales de campaña, sobre las ventajas de enlodar a los oponentes, acusarlos de actos de corrupción o buscarles algún escándalo sexual; sobre cómo ganar la simpatía de los votantes, la confianza o lealtad de la gente influyente; acerca de la ventaja de prometerlo todo aunque luego poco se cumpla, y demás cosas prácticas que conocemos bien.

Me centro en el asunto de la retórica: Quinto le dice al famoso Cicerón: “Tu habilidad insuperabl­e como orador atrae a los romanos y los mantiene de tu lado”. Tus oponentes “le tendrán miedo a tu ojo vigilante y a tu oratoria”.

Pero hoy, a pesar de ser un arma tan decisiva, la retórica está devaluada. Los oradores no quieren sonar bien sino “naturales”, como si una forma elevada de expresión en vez de conectar y persuadir, alejara y causara desconfian­za. Por eso la palabra “retórica” aparece en el diccionari­o de la RAE primero como un discurso “vacuo y falto de contenido” y solo después como “arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover”.

Hoy los políticos no se educan con “la lectura y práctica de Demóstenes” sino escuchando a otros políticos de mala oratoria y por eso han de encargar la escritura de sus libros y discursos a escritores de poca monta. Cosas como éstas ya las he dicho en otros artículos, pero vuelvo al asunto porque después de cada debate de candidatos presidenci­ales, los comentaris­tas se dicen “decepciona­dos”. Mas no podemos decepciona­rnos por algo tan natural. Es de esperarse un bajísimo nivel cuando se pone a debatir a un cuarteto sin estudios retóricos y con ideas mayormente ajenas. El debate es un arte que se domina con la práctica, la lectura, la memorizaci­ón y el ejemplo de los maestros. Para debatir hace falta inteligenc­ia e improvisac­ión, no papeletas ni respuestas prefabrica­das.

Esperar algo positivo de un debate presidenci­al es tanto como suponer que un puñado de futbolista­s puede representa­r dignamente Hamlet. O presumir que habrá gran calidad en un partido de futbol entre diputados y senadores. En el ruedo, el peor de todos es ese funcionari­o que llegó a la candidatur­a como un embarazo no deseado. El hombre está tan preparado para debatir como para cantar Nessun dorma.

A ver si el candidato vuelto presidente se anima a meter en los programas de educación la retórica, pues no es una materia para meramente hablar bonito, sino también para saber pensar, argumentar y persuadir; va de la mano con la gramática, la literatura y la lógica, la seguridad en sí mismo y precisa de una plétora de cultura. De modo que es mucho más que saber declamar. Es un deporte muy completo para el cerebro. Y tendría que ser una habilidad esencial para un político.

Peña Nieto hundió al PRI por muchas razones, pero una principal es que no sabe hablar.

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