¿Cómo explicarle a un sordo?
El remolino en que estamos se alimenta de vientos fríos y calientes. Los vientos templados, como si no contaran. De pronto, convergen los viejos, con sus pedazos de sueños rotos, y los jóvenes, en busca de sueños por estrenar. La vigilia tediosa, aburrida, de en medio, que vivió todavía la Guerra Fría, que pudo tener su corazón en la izquierda y soñar igualdad, acabó dándose cuenta de que el poder gubernamental ni salva, ni engendra virtud, ni ha sacado pueblos de la pobreza o la desigualdad; que la democracia es gris, da pereza y quita tiempo; esa generación media (entre los baby boomers y los millennials) llegó a la convicción menos excitante: la mejor política es aburrida, y debe distanciarse de las creencias de que el Estado es fábrica de santidad.
De la Perestroika de 1985 a la crisis financiera de 2008, el mundo parecía encaminarse a una democratización cosmopolita. De preguntarse por el fin del comunismo, pasamos a preguntarnos por el fin de la pobreza. Los medios digitales estaban abarrotados de insurgencia ciudadana y pacífica (la Primavera Árabe, por ejemplo), de conocimiento e ingeniería descalza (recomiendo con entusiasmo “Bunker Roy: Learning from a barefoot movement”, en YouTube), tecnologías ecologistas, pequeñas y muchísimo más productivas que los elefantes blancos (Gabriel Zaid, Paul Polak, incluso desempolvábamos el distributismo de Chesterton); descubríamos la viabilidad de la economía civil y las cooperativas ricas (Stefano Zamagni) y criticábamos el libro de Jeffrey Sachs, El fin
de la pobreza, porque repetía el ruinoso esquema de “ayudar al pobre” mediante una autoridad centralizada; al fin, el acceso al conocimiento ya no requería grandes inversiones. Con las fuentes nuevas de energía gratuita, estábamos seguros de que la pobreza se superaría dejando en libertad a la gente, no tutelándola y cuidándola como mascota estadística de gobiernos. La primera década de este siglo fue cosmopolita, desvanecía fronteras; creyó que los estados nacionales tendían a desaparecer y daban paso a un mundo de poblaciones y administraciones más pequeñas, pero globales en sus vínculos y comunicaciones. Casi nos atrevíamos a imaginar el fin del cáncer nacionalista.
Nos equivocamos. De pronto, los resentimientos viejos se toparon con iras y jóvenes y revivieron viejos remolinos. Se pusieron a rezar de nuevo a los Estados–nación, a los gobiernos fuertes, al liderazgo, a las fronteras. De pronto me queda solamente un verso que rehago desde T. S. Eliot: ¿cómo explicarle a un sordo que su casa se quema?