Zonas grises
Lo más terrible del campo de concentración era su carácter indescifrable
Primo Levi (1919-1987) es un joven químico italiano, de ascendencia judía, que se adhiere a la resistencia antifascista, pronto cae en manos de las autoridades y lo deportan a Auschwitz, donde permanece cerca de un año. La estancia en ese laboratorio infernal permite al científico hacer un esmerado y escalofriante estudio sobre la barbarie. Esta exploración se inicia con su célebre Si esto es
un hombre y culmina cerca de 40 años después con Los hundidos y los salvados. En este último libro, Levi acuña el término “zona gris” para denominar esos terrenos insondables de la acción moral que inducen los extremos de opresión y privación. Para Levi, el crimen nazi no tiene equivalente en la historia y, por su crueldad y sofisticación, escapa a las explicaciones y podría parecer casi inhumano. No obstante, esta masacre tuvo muchos cómplices y, entre el jerarca asesino y la víctima “normal”, pulula un confuso universo de intermediarios, colaboradores, soplones e imitadores. El nazismo deshumaniza a las víctimas y las mata como insectos, pero no solo eso sino que hace emerger sus facetas más lúgubres, primitivas y egoístas. Porque muy a menudo, dice Levi, el primer golpe o la primera humillación no venían de los gendarmes nazis, sino de compañeros de prisión que, con esta degradante manera de congraciarse con el verdugo, buscaban algún mendrugo adicional, algún cobertor, un poco de alcohol o simplemente el afrodisiaco de ejercer el poder más demencial e impune (Levi cuenta la historia del prisionero recién llegado que, indignado por un maltrato, empuja a un prisionero-funcionario, repartidor de comida, y que, como escarmiento, es ahogado por el repartidor y sus compañeros en un gigantesco perol de sopa). Así, lo más terrible del campo de concentración era su carácter indescifrable, pues no había una frontera entre buenos y malos, ni un solo enemigo, sino una maraña intrincada de intereses, apetitos y miedos, hábilmente inducidos y manipulados por la autoridad. Se trataba de una terrible regresión en la convivencia de los que, dentro de muy poco, ocuparían la misma fosa. Así, el totalitarismo patrocinaba la división jerárquica y la proliferación de pequeños y patéticos dictadores, sádicos y caprichosos, que decidían la vida y muerte de la mayoría de los prisioneros. Esta ideación demoniaca llegó hasta las “escuadras especiales” de prisioneros, que eran las que se encargaban operativamente de la “solución final” y que periódicamente eran sustituidas por nuevas escuadras, cuya primera misión era suprimir a sus antecesores. Ya no se trataba de exigir una colaboración práctica, sino de establecer una complicidad metafísica y borrar las fronteras de la culpa entre víctimas y victimarios. Levi pide suspender por un momento el juicio moral sobre los infelices que tuvieron el infortunio de colaborar con sus captores y maldice a ese régimen totalitario tan insaciable que no solo robaba la vida, sino el alma de sus víctimas.