Claudio Magris: la escritura y el viaje
El viaje y la escritura son los ejes de esta entrevista en la que también destaca la experiencia inevitable del duelo
Nacido en Trieste, de espíritu fronterizo, Magris es el viajero infinito, el que encontró la fuente del Danubio, el discípulo de Italo Svevo, el caminante, el que contempla el mar y se sienta, solitario, en el café San Marcos a “garabatear algunas páginas”. Hay libros que nos marcan y autores con los que firmamos un pacto. Claudio Magris ha sido uno de ellos. Me reúno con él, un mediodía de noviembre, para continuar una conversación que comenzó hace muchos años.
Vivir, viajar, escribir. Acaso el triángulo que conforma su vida. Para usted el viaje tiene dos momentos: un modo de conocer la realidad y un motor de la escritura.
Son dos componentes fundamentales. El viaje para descubrir el mundo, que es también el descubrimiento de uno mismo. Nuestra personalidad define el modo como vemos el mundo, la capacidad de convivir con los demás, de entrar a diversos mundos que pueden fascinarnos o nos desconciertan. El viaje es la odisea en la que se va en busca de uno mismo, pero no por amor narcisista, sino porque tenemos la capacidad de mirar a los otros. El viaje puede ir bien o mal, como la vida. A veces verificamos nuestra incapacidad de entender, pero hay ciertos lugares que nos hablan porque conocemos lo que sucedió ahí. Otros permanecen mudos porque el diálogo, el límite del viajero y del encuentro mismo, no siempre permiten la cercanía. El viaje es también el motor de la escritura. La literatura es, a un tiempo, paseante y contrabandista, más paseante que contrabandista. Descoloca fronteras y construye otras; se abre, se cierra. El viaje mismo es, para mí, como el movimiento de la mano que escribe, es el pie que camina, porque el verdadero viaje se hace a pie, cuando se recorren las calles y se mira a la gente, cuando uno se maravilla o se intimida.
Dos viajes literarios permean su obra: la Odisea, de Homero, y el Quijote.
Son dos obras inmensas que contienen el mundo. Tienen algo en común y también son distintas en cuestiones de cultura, de historia, de los milenios que han pasado. Homero es más contemporáneo que Joyce, por ejemplo, porque el viaje en su Ulises es circular. Leopold Bloom regresa a casa y, al final, se confirma su identidad. Han pasado muchas cosas, el Cíclope lo ha maltratado, la mujer lo traicionó, pero el deseo de ver al hijo, su melancolía, la fractura del matrimonio mismo, que todavía tiene algo de sagrado, lo hacen quedarse en casa. Ulises, de Homero, regresa a Ítaca pero llega derrotado. Y después de recuperar su poder, hace el amor con su esposa veinte años después y, en este coloquio conyugal, en la cama, le dice: “Debo partir de nuevo”, y desaparece. En el Quijote, pareciera suceder lo opuesto. Él también sale, va a caballo, su ruta es más corta. Al final regresa, vuelve herido. Ha recobrado el juicio, ya no cree en los molinos de viento. Y es un final terrible, porque Sancho Panza, que siempre lo ha desmentido, se pregunta: “¿Y ahora qué hago sin la princesa Micomicoma, sin todo lo demás”. En este sentido, es otra odisea terriblemente abierta porque te deja con el deseo de otra salida que no existe, que no puede ser.
Usted ha reflexionado sobre el europeísmo y la lucha contra las fronteras, y se refiere al viaje como reafirmación de la identidad. Estos temas han adquirido mayor relevancia en un mundo marcado por las migraciones.
Las fronteras cambian, no solo a causa de las guerras y los acuerdos que las mueven; hay otras. Cuando era joven, la frontera que me marcó fue la Cortina de Hierro. De niño, iba por el Carso, una frontera muy cercana a mi casa, porque Trieste es una ciudad pequeña. La Cortina de Hierro era la frontera infranqueable por excelencia. Detrás comenzaba el mundo de Stalin, un imperio amenazador, oscuro, inquietante; sin embargo, eran países que yo conocía bien porque fueron parte de Italia hasta el fin de la guerra. Ese otro mundo que me causaba miedo me permitió entender que la frontera es muro pero también puente, que lo lejano está cerca. Pero hay otras fronteras. Las de Trieste, por ejemplo, ya no son los límites con Eslovenia, son las fronteras invisibles que dividen a la población: los migrantes que llegan de quién sabe dónde, que no sabemos si viven libremente vendiendo sus cosas o son traficantes. Al atravesar fronteras es necesario abatirlas dentro de nosotros, pero también defenderlas. Cuando existen fronteras morales, el verdadero problema es entender, sentir cuándo debemos abrir nuestras fronteras. Así, también hay cosas inaceptables a las que tenemos que decir “No”. Hay usanzas, tradiciones, costumbres religiosas, sexuales, que debemos descubrir, pero otras que no podemos permitirnos. Todorov tiene una página excepcional. Dice: “El problema del mundo hoy es unir un máximo de relativismo ético que nos permita encontrar las diferencias más alejadas de nosotros con un mínimum, con un cuantum, no discutible de valores, poquísimos, pero no negociables, fronteras que debemos proteger y defender”. Este es el problema que ha crecido a raíz de la creativa y desconcertante mezcla de valores.
En sus colaboraciones para el Corriere della Sera trata asuntos ético–políticos. ¿Considera que un escritor debe asumir cierta responsabilidad frente a la política?
Creo que las responsabilidades políticas no les conciernen a los escritores. Les conciernen en cuanto hombres o mujeres, en cuanto ciudadanos. El
La literatura tiene la gran capacidad de tocar con la mano, hacer sentir los grandes problemas
escritor no es una especie de cura que se las sabe todas y tiene más deberes o más autoridad moral. Tampoco es cierto que sea más sensible. Hay grandes escritores que fueron fascistas, estalinistas, nazis, a veces demostrando no saber nada de la política, entendida como polis, porque en la vida de la ciudad, de la comunidad, la cualidad de mi vida no termina en los límites de mi cuerpo: forma parte del mundo que me rodea, y ahí está nuestra responsabilidad. Luego, cada uno la enfrenta con sus propios medios. Se puede hacer escribiendo, pero siempre con el sentido de la propia humildad. Czesław Milosz escribió: “Los poetas a veces tienen el corazón frío. Cuando escriben un poema sobre el sufrimiento de un niño, son capaces de conmoverse más por las rimas de su poesía que por el dolor del niño”. Fue un gran poeta que puso en guardia al narcicismo poético. La literatura puede abrir las puertas hacia una mejor comprensión de la realidad. ¿Qué sentido tiene en momentos como los que vivimos en México, un país azotado por la violencia y el crimen? La literatura tiene la gran capacidad de tocar con la mano, hacer sentir vivamente los grandes problemas, las tragedias, la injusticia que, de otro modo, permanece en lo abstracto. Por ejemplo, el estallido de estudiantes en México lo leí como cualquiera, en los diarios. No es que deje de reconocer la dimensión del hecho, pero de haberla visto me habría involucrado más. Debo decir que leyendo ciertos libros entendí, a través de los personajes y la historia, algunos de los grandes problemas de la condición humana. Es como hacer cuentas con la historia.
Usted ha dicho que se escribe también para exorcizar un vacío, para buscarle un sentido a la vida, para luchar contra el olvido, con el deseo de salvar los rostros amados de la abrasión del tiempo, de la muerte. Vivió una experiencia dolorosa, la pérdida de su pareja, Marisa Madieri. ¿Podríamos hablar de un viaje en el ámbito personal y en el literario?
Es muy difícil hablar de esto. Se puede escribir de manera indirecta, metafórica, para entenderlo. Después de sucedida, la muerte significó convivir con una ausencia que fue parte constitutiva de mi vida. No significa, sin embargo, la inexistencia, y esto vale también para personas no tan importantes en mi vida —aunque me importan— como ciertos amigos, las personas amadas que contribuyen a hacer de nosotros lo que somos. Luego está la falta de esa persona, a veces más fuerte que uno mismo, y la experiencia del trayecto hacia la pérdida, cuando aún no sucede, pero está por llegar. Y ahí depende mucho de la personalidad de quien está viviendo ese último viaje y cómo influye en quien la acompaña. Estuve muy herido, no solo en la parte afectiva, sino en la estructura de mi personalidad. Busqué expresar esto indirectamente en un texto teatral, La exposición. Hice este viaje, por llamarlo así, dos meses antes de que sucediera. Pasamos un verano maravilloso en una isla, tan felices como siempre; luego, tuve una recaída neurótica, fangosa, porque cuando se atraviesa la oscuridad todo se vuelve peor. Surgieron miedos que antes no tenía, era más fastidioso, más pedante, más temeroso, en fin, algo muy difícil.
Marisa Madieri escribió un hermoso libro, Verde agua. ¿Aún lo acompaña?
Sí, claro, y todos los demás libros que compartimos. Verde agua, en particular, no solo porque lo vi nacer, sino porque contiene mi vida más allá de lo que he escrito. Si tuviera que llevarme un libro que mostrara quién soy, sería éste, si bien la mía es una presencia secundaria. El libro es un homenaje a la vida, pero no sentimental, tampoco optimista. Así era Marisa, nunca se dejó intimidar por lo que estaba sucediendo, lo sabía muy bien, y decía: “No me quiero dejar engañar por la muerte, no quiero ser una mujer traicionada”. Escribió sus relatos sin prisa, sin el ansia de terminarlos antes de morir. Su fortaleza nos permitió a mí y a mis hijos vivir mucho mejor. Cuando se perfiló el inexorable final, dijo: “Esto no nos arruinará. La vida debe continuar porque no vinimos al mundo a hacer sacrificios, sino a divertirnos”.
Esta entrevista fue realizada en noviembre de 2014 en Guadalajara.