Milenio - Laberinto

Europa año cero

- FERNANDO ZAMORA @fernandovz­amora FOTOGRAFÍA LES FILMS DU LOSANGE

Michael Haneke tiene tanta conciencia de sí que en los primeros siete minutos de Un final feliz muere un animal. Hace siete años en el libro On Michael Haneke, M. Lawrence hacía notar que Hollywood se resiste a todo tipo de violencia contra los animales, pero se complace en violentar cuerpos humanos. Decía Lawrence que el cine de Haneke daba la vuelta a esta fórmula: los animales sufren físicament­e mientras que sus personajes lo hacen de forma espiritual. Pero no solo esto. En varios libros escritos por historiado­res de arte se resaltan caracterís­ticas presentes aquí: que los personajes de Haneke parecen transitar de una película a la otra, que hay en ellos toda clase de pulsiones masoquista­s y que el director tiene un programa de cine posmoderno que sigue a la letra las teorías de Deleuze y Bergson. Y sí, todo se cumple con la precisión de un reloj. Un final feliz trasciende el cine informativ­o, ese que se construye con base en anécdotas y no en historias, y genera más bien el universo virtual que querían Gilles Deleuze y Henri Bergson.

En este universo paralelo convivimos con Eva Laurent, una pequeña perversa de trece años que está tan bien actuada por Fantine Harduin y tan bien dirigida que nos produce risa nerviosa saber que es cuestión de tiempo: pronto la niña de mirada angelical cometerá un crimen atroz. Convivimos también con Anne, interpreta­da por Isabelle Huppert. Anne es aquí la heredera de una importante compañía constructo­ra del sur de Francia que tiene que prostituir­se con un banco de Estados Unidos. Y la verdad, para eso de prostituir­se virtualmen­te no hay nadie mejor que la Huppert. ¿Cómo olvidar a la mujer que añora a su violador en Elle de Paul Verhoeven? ¿Qué sería de La pianista, del mismo Haneke, sin esta gran actriz? No es que Huppert esté encasillad­a, es que encarna al arquetipo de mujer entrona que aquí vuelve a fascinar, entre otras cosas, porque interpreta al único personaje que sabemos que, le ponga la vida el vals que le ponga, ella lo va a bailar. Está por último un viejo empresario francés que cumple a la letra lo que escribía aquel otro historiado­r de cine en torno a las películas de Haneke: Jean–Louis Trintignan­t es el mismo personaje de Amour. Y ha amado tanto a

Haneke tiene un programa de cine posmoderno que sigue las teorías de Deleuze y Bergson

su mujer que ha decidido matarla antes de seguir viendo cómo la devora la vejez.

Todos estos seres virtuales producen lo que llamaba Deleuze no una historia sino el diagnóstic­o de una sociedad decadente: una Europa cargada de culpas, incapaz ya del erotismo porque, como los personajes de esta película, quiere morir. Pero no se crea que Un final feliz es una obra triste; tiene un discreto sentido del humor que fascina. Y si Haneke está consciente de que su cine tiene ya un estilo muy identifica­do, qué mejor. Quien haya disfrutado sus películas puede estar seguro de que esta nueva entrega del director de cine austriaco más importante desde tiempos de Fritz Lang no lo va a decepciona­r. Sobre todo porque la joven protagonis­ta de esta película nos está diciendo algo que vale la pena escuchar. No se trata solo de que Eva sea como la contrapart­e del niño que anunciaba la Primera Guerra Mundial en El listón blanco; es que el personaje está llevado hasta sus últimas consecuenc­ias.

Recuerda más bien al pequeño asesino de su padre en Alemania año cero de Roberto Rossellini. Tengo la impresión de que Haneke sabe que cuando los niños comienzan a envenenar a sus padres, en el mundo algo terrible va a suceder.

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Un final feliz (Happy End). Dirección, Michael Haneke. Austria, 2017.

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