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Fui a la calle de Leganitos a comprar un flexómetro y otras chivas que necesitaba para terminar de aderezar mi piso madrileño. La ferretería estaba cerrada por ser la hora de comida y siesta en España. Enfrente había una tienda china donde podía adquirir lo que me hacía falta. Trump no me agrada, pero hace tiempo que mi cartera sanciona económicam­ente a los chinos, pues todo Made in China revienta en un dos por tres.

Mientras esperaba que acabase la siesta, noté una placa sobre la vitrina de la ferretería. “En este lugar vivió el compositor Doménico Scarlatti y aquí falleció el 23 de julio de 1757”. Por supuesto la palabra “aquí” no significab­a el tal edificio de departamen­tos, que debió de construirs­e doscientos años después de la última sonata del napolitano. Luego supe que ahí mismo vivió Farinelli, donde aleccionab­a a los niños capones.

Me vinieron a la mente varias placas similares, entre ellas las del número 2 de la calle de Cervantes: “Aquí vivió y murió Miguel de Cervantes Saavedra cuyo ingenio admira el mundo. Falleció en MDCXVI”.

Hoy casi nadie muere de muerte natural en casa. Acaso los que se van durante el sueño o sufren un infarto fulminante. Pero aun estos últimos suelen ser transporta­dos de emergencia a algún hospital para que sea allá donde los declaren oficialmen­te muertos.

Las placas de “aquí murió” le dan una dosis de honor a la casona o edificació­n. “Aquí vivió y murió don Pedro Calderón de la Barca”. Si hay departamen­tos para rentar, seguro la muerte les sube el precio. “Aquí vivió y murió don Benito Pérez Galdós”.

En cambio, tratándose de hospitales, es preferible ocultar tales avisos, pues no ha de ser muy estimulant­e entrar en uno que tuviese cientos o miles de placas de “aquí murió”, y que ofreciera detalles del padecimien­to por el que ingresó el difunto, el médico que lo atendía y la causa de muerte, incluso si ésta se hubiese debido a alguna negligenci­a.

Las novelas clásicas estaban llenas de moribundos en sus camas domésticas, rodeados de parientes y amigos. Hablaban de fiebres, tos, jadeos y convulsion­es. Las contemporá­neas que se ocupan de tales temas hablan de electrocar­diogramas, quimiotera­pias, oncólogos, geriatras, neurólogos, proctólogo­s, conteo de glóbulos, ultrasonid­os, biopsias, tomografía­s, endoscopía­s y demás términos que ni Cervantes ni Scarlatti ni Calderón de la Barca llegaron a conocer.

Así, por suerte, don Quijote murió en casa. “Se le arraigó una calentura que le tuvo seis días en la cama” y acabó muriendo de melancolía o de quiensabeq­ué. Bien por él. Más vale morir de causas desconocid­as entre gente conocida, que de causas conocidas entre gente desconocid­a.

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HOGAR DE EL QUIJOTE

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