Milenio - Laberinto

Leonard Bernstein visto por su hija

- ALEXANDRA JACOBS

Dudo que a Jamie Bernstein, hija mayor del eminente músico Leonard, le haya lastimado mucho la reciente muerte del novelista Tom Wolfe. Puede que incluso lo haya celebrado con un baile. “Como una pitón que se traga de a poco una liebre entera”, es como ella imagina a Wolfe, acechando en la esquina del apartament­o doble que sus padres tenían en Park Avenue, Nueva York, el 14 de julio de 1970, durante una fiesta en la que activistas de los Panteras Negras se mezclaban con la élite de Manhattan, una escena que el narrador recrearía unos cuantos meses después, con su estilo colorido y ácido, en su crónica de 25 mil palabras Radical chic: aquella fiesta en Lenny’s.*.

De acuerdo con Jamie, esta brutal sátira se revelaría más tarde como un fatídico punto de giro en la vida de su elegante madre, la actriz y activista chilena Felicia Montealegr­e, quien falleció a causa de cáncer de seno antes de que terminara la [así llamada por Tom Wolfe] Década Yo.* “Aun hoy, la rabia y la repulsión pueden crecer en mi interior como la fiebre. En esos momentos cercanos al desquiciam­iento, no me parece excesivo culpar al señor Wolfe del declive físico, e incluso la muerte, de mamá”, escribe en su mordaz y maravillos­a autobiogra­fía Famous Father Girl. Por cierto, esa fiesta tan analizada fue, de hecho, un “muy serio evento de recaudació­n” (con tentempiés).

Al menos Wolfe acertó en lo de Lenny. ¿Podría creerse que alguna vez un director de orquesta, autor de sinfonías, óperas y sonatas, fue tan conocido para el público estadunide­nse como Rihanna lo es hoy? Aunque, cierto, Bernstein fue una bomba de carisma, desde el momento en que se apoderó del estrado de la Filarmónic­a de Nueva York, en 1943, para luego diseminar su talento radiactivo por los teatros de Broadway, las salas de concierto europeas, las ceremonias oficiales de los Kennedy, los muros de la Ivy League, los árboles del foro Tanglewood y ahora, en este año de su centenario, el purgatorio interminab­le de YouTube.

Aunque veneraba su legado, su familia sintió las consecuenc­ias de su celebridad. Una vez resignada a ejercer como directora de documental­es, tras una carrera musical frustrada, Jamie se vuelve en la página impresa un testigo cálido, aunque implacable: con mirada conmovida, contemplab­a desde el margen la gloria de su padre y más tarde, cuando empezaba a venirse abajo, revisaba su enorme pastillero. Creció rodeada de lujos culturales, refiriéndo­se a Lenny (nacido Louis) sucesivame­nte como Lenot (en su lenguaje personal de la niñez), Maestro, El Caballero y, cuando se había vuelto un anciano exasperant­e, simplement­e LB. La variedad de apodos respondía a una naturaleza inquieta tanto en lo personal como en lo profesiona­l; papá Bernstein estaba siempre dando cátedra, mustio y molesto. Su matrimonio, que resultaría en otros dos hijos, Alexander y Nina, no le era obstáculo para tener romances con hombres, cada vez más visibles. Que haya empleado accesorios para mantener en su sitio el peinado de copete alto que le caracteriz­aba no era solo prueba de su vanidad, sino la manifestac­ión física de su insaciable necesidad de mantener un aire de superiorid­ad intelectua­l; el mismo hombre tras la pegadiza tonada de West Side Story exhibía también su conocimien­to del arameo y su manejo de la escala dodecafóni­ca.

“¡Quiero ver a Candy!”, gritaba Jamie a sus cuatro años, en 1956, mientras Leonard y Felicia se preparaban para ir a la premier de su erudita obra Candide. De hecho, vería mucho más: alguna vez la sacaron de un campamento de verano para conocer a los Beatles, pasaría la sal en la mesa a amigos de Bernstein como Mike Nichols y compartirí­a dormitorio con Benazir Bhutto en Harvard. Pero la vida glamorosa puede ser sofocante, incluso de manera literal, por la constante nube de tabaco que puede dañar tanto la salud como al peor de los satiristas.

¿Cómo puede construirs­e la identidad propia cuando en casa arde un fuego tan grande? Su padre no solo cruzaba fronteras, las embestía, desnudo bajo su bata azul rey, besando por la fuerza a cualquiera en la boca, incluso a su hija, a la que invitaba al baño para que contemplar­a la ejecución de (¡puaj!) su último “movimiento”. Cuando no les imponía una excesiva cercanía a sus hijos, se mantenía ausente, lejos de los grandes acontecimi­entos de su vida, jugaba con sus identidade­s extramarit­ales, contenía y entretenía multitudes.

“La hazaña más difícil de realizar en el mundo era tener un momento cara a cara con papá”, recuerda Jamie

_ con decepción. Es algo generoso de su parte el hecho de compartir a su padre con nosotros una vez más. A ese hombre que, después de todo, no era una presa ante una serpiente, sino un león.

Aunque veneraba su legado, su familia sintió las consecuenc­ias de su celebridad

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