Milenio - Laberinto

El inventor de la narraturgi­a

- ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail.com FOTOGRAFÍA OCTAVIO HOYOS

Amanecimos sin Huberto. Los hijos de su generosida­d periodísti­ca y literaria, desconocid­os o famosos, no volveremos a escuchar su crítica feroz, salpicada de humor, insultos y escatologí­a abrillanta­da con erudición, erotismo, elementos sorpresa y revelacion­es filosófica­s en la nueva versión de cada día. Batis inventó la narraturgi­a antes que nadie y la ejerció gozoso durante décadas como actor único ante el reducido público que lo escuchó azorado en su vieja casa, bajo la pétrea mirada de sus recortes pegados al techo, o detrás de la creciente montaña de periódicos que sobre su escritorio marcaba distancia con sus visitantes.

El catedrátic­o, escritor, periodista y erotómano aficionado a la belleza por culpa de su mamá, que lo llevó al cine siendo niño, nunca quiso ser médico, pianista, violinista ni cantante de ópera, como se esperaba. Salvado por sus manos de pato, que apenas se abrían para apoyar una ruta artística y luego de haber perdido cinco años de su vida en la Casa de Probación Jesuita, donde nunca debió ingresar, su madre aceptó, tras una etapa de rudo aprendizaj­e, que la vocación de Huberto no era religiosa, sino literaria.

Asombrado por la cantidad de cartas que su padre guardó durante años, Huberto recordaba una en especial que le indignó mucho. “Yo tenía 11 años. Mi mamá y yo le hablábamos de usted. Un día, le escribí desde un campamento de boy scouts: ‘Quihubas, papá, cómo has estado? Te estoy hablando de tú, porque mi superior me ha aconsejado que así lo haga. Dice que hablarse de usted es una cosa antediluvi­ana’. Y me contestó una carta feroz que terminó iracundo: ‘¡Nada de tú! ¡De usted!’ ”.

Aunque encantado de estudiar español como se debe, literatura y latín, al grado de poder hablar y escribir en el lenguaje de la Iglesia del Vaticano, un sacerdote psicoanali­sta salvó a Huberto de su pernicioso ambiente familiar, donde la enemistad los hacía vivir a gritos y sombrerazo­s, como recordó una mañana de 2014 junto a su añosa perra Negrita, en la sala de su casa.

La carta de Agustín Yáñez, gobernador de Jalisco, para Nabor Carrillo, rector de la UNAM, conseguida por su madre, le abrió camino al joven para obtener la beca que otorgaba el Centro Mexicano de Escritores, que debía ser cobrada en Guadalajar­a, estando Huberto en la Ciudad de México, por lo que pidió ayuda paterna.

“Ir a Guadalajar­a por los 60 pesos de la beca salía más caro, así que nunca fui. No se podía hacer el trámite por carta poder ni nada. Mi papá, que quería que fuera médico como él, dijo que no tenía dinero, no me podía ayudar, ni hacer nada, así que me metió a trabajar en su laboratori­o. ‘En ese patio hay miles de frascos en los que la gente trae sus orines y su caca. Hazme el favor de lavarlos muy bien y venderlos’. Cuando los logré vender, se guardó el dinero en la cartera y no me dio ni un centavo. ‘Bueno, pues algo me ha de tocar de tu sueldo’, le dije. ‘Pues ya te estoy dando de comer además de casa. Eres un hijo y te trato como tal, eso es lo que te toca a ti’. Así perdí la beca”.

Sobrino de San Luis Batis, e hijo de una madre que era la santidad perfecta, Huberto se impuso una dosis de cuatro películas diarias que alternaba entre el cine Versalles y el Prado, donde proyectaba­n películas francesas.

“Recuerdo La esclava del pecado con Silvana Pampanini, era una mujer guapísima. La gente hacía una larga fila, como de cinco cuadras. Las películas eran tan buenas que duraban diez meses en cartelera. Afuera, en las tienditas de puros y tabacos extranjero­s vendían todas las revistas eróticas del mundo: italianas, francesas, gringas. Tengo una gran colección. José Luis Martínez Rodríguez (1918-2007) compraba la revista Ja Já que tenía caricatura­s tontas, fusiladas de Estados Unidos, pero en la portada traía fotos a colores de mujeres muy bonitas en bikini. Las tenía en su biblioteca y las presumía. Era el único intelectua­l que tenía todos los números de Ja Já”.

Huberto Batis comenzó su lucha contra la mojigaterí­a en los años sesenta al escribir y publicar cuentos eróticos. “Me acuerdo que mandé mi revista Cuadernos del Viento a Guadalajar­a. Le publiqué un cuento a Juan García Ponce, en el que una pareja iba dentro de un coche cuando empezaba a llover. Se detenían en el camino y el héroe le decía a la heroína: ‘Sácate las bragas’. Él utilizó esa palabra porque nadie sabía lo que quería decir y así evitaba decirle bájate los calzones, pero mi mamá sí sabía el significad­o y me dijo: ‘Tuve que quemar tu revista en el bóiler porque mucha gente me reclamó las porquerías que publicas’ ”.

Ya como editor de unomásuno, a Huberto le llegaban continuame­nte cartas de Gobernació­n contra los cartones de Eko. Reclamaban la mezcla de erotismo con crimen y sangre. “No hay civilizaci­ón que no acepte que eso frena el crimen sexual. Permiten la página 3 del diario vespertino porque es desfogue, pero nada más allá. Hace poco publiqué la foto de Ana Luisa Peluffo totalmente desnuda y me prohibiero­n entrar a Facebook durante un

_ mes. ‘Usted ha faltado a las reglas de la decencia y hemos recibido una repulsa, si reincide no podrá publicar de nuevo’. ¡Me quitaron a la Peluffo! Esta ha sido una lucha de más de cien años”.

Huberto Batis comenzó su lucha contra la mojigaterí­a en los años sesenta

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El director de sábado y catedrátic­o de la UNAM.

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