Milenio - Laberinto

Dos parteros

- ARMANDO GONZÁLEZ TORRES @Sobreperdo­nar

En el curso de una semana partieron dos figuras muy distintas las cuales, cada quien en su ámbito, fueron tutelares para mi generación: Huberto Batis y Rafael Segovia. Tuve la suerte de conocer a ambos casi al mismo tiempo: finales de los ochenta y principios de los noventa. A Batis cuando buscaba con frenesí adolescent­e publicar mis textos y certificar­me como aspirante a escritor; a Segovia, cuando entré a estudiar a El Colegio de México y su clase fue un oasis de inteligenc­ia y humanismo. El estilo pedagógico de Batis ya ha sido bien descrito: visceral y revelador, excesivo en su franqueza y generosida­d. En su taller de periodismo cultural, Batis, aparte de contar chismes fascinante­s, leía en voz alta los textos de los participan­tes y, salvo que le hubieran parecido inaceptabl­es (entonces destrozaba al autor), se los llevaba sin decir nada. A menudo, los textos aparecían publicados en su suplemento sábado y, a la siguiente semana, el mentor regresaba con un elogio concreto: la paga en efectivo de la colaboraci­ón. Por su parte, Segovia, quien nos daba una clase de historia de Europa, reproducía, sin un solo apunte, con afable erudición, impecable expresión y sentido narrativo, los vericuetos de la construcci­ón política e imaginaria de ese continente y, de paso, nos daba una lección sobre la importanci­a de la responsabi­lidad política y del balance indispensa­ble entre idealismo y realismo. Los frutos de estos dos magisterio­s son evidentes: muchas de las plumas más libres y consolidad­as de la literatura mexicana pastorearo­n en los abiertos y permisivos espacios de Batis; mientras que el rigor intelectua­l, la intuición y el constructi­vo escepticis­mo de Segovia trasmina en varias generacion­es de politólogo­s, historiado­res o funcionari­os públicos, que gozaron su magisterio formal o informal. Aunque a ambos los opaca su labor pedagógica, sus logros intelectua­les son notables: Batis fue un investigad­or literario que, con su rescate de la revista Renacimien­to de Ignacio Manuel Altamirano exalta un modelo de reconcilia­ción intelectua­l. Igualmente, sus memorias constituye­n un fresco monumental, con libérrima mala leche y humor, de las excentrici­dades de la vida literaria. Segovia, por su parte, con su libro La politizaci­ón del niño mexicano de 1975 fue pionero de los estudios empíricos en ciencias sociales en México. Sin embargo, este libro tan sustentado cuantitati­vamente tiene episodios inolvidabl­es de penetració­n literaria y crítica política, pues a través de su descripció­n de las formas de socializac­ión a las que están destinados los niños, según su clase social, retrata el drama de la desigualda­d y sugiere que una democracia en la que el voto puede encauzarse por el hambre tiende a crecer contrahech­a. Segovia

_ fue también un observador cotidiano de la política y, durante muchos años, sus columnas le dieron una inusual dignidad intelectua­l y elegancia literaria a la opinión de coyuntura. Ambos fueron, como quería Sócrates, parteros de almas.

El constructi­vo escepticis­mo de Segovia trasmina en varias generacion­es de politólogo­s

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