Milenio - Laberinto

Cuernavaca: el diluvio de la verdad

- FERNANDO ZAMORA

Este lugar ya no es lo que solía, dice uno de los personajes de Cuernavaca de Alejandro Andrade. Y es verdad: todo ha cambiado, también nuestro cine que, ¿quién lo diría?, mejoró. Porque Cuernavaca no es aún todo lo que prometen los directores que usan el estímulo de Eficine, pero se acerca. Es una historia íntima y poética. Permite asegurar que si Andrade sigue explorando sus temas podría volverse un director de cine de arte; uno de ésos que, nos guste o no, conforman lo que llaman los críticos “cine nacional”. Para ello, claro, tiene que seguir filmando. Esto es lo que habría que promover ahora desde el Eficine. Un seguimient­o a quienes entreguen productos notables. Ayudarles a seguir trabajando.

Lo mejor de Cuernavaca no es el niño que habla poco. No es la espectacul­ar presencia de Carmen Maura, abuela tóxica en torno a quien gira un universo disfuncion­al: el padre ausente, los sirvientes sumisos y una mujer con Síndrome de Down. Lo mejor de Cuernavaca no es el diseño sonoro que consigue ponernos en un jardín de Cuernavaca, lleno del ruido de insectos y pájaros y agua. Tampoco el guión que transita en torno a los paradigmas de Oliver Twist y Pinocho. Luego de un accidente, Andy tiene que ir a vivir con la abuela a su casa en Cuernavaca. Ahí encuentra a un muchacho moreno y fuerte, aventado y asertivo, que tiene algo del Dodger de la novela de Charles Dickens y algo del Gato y el Zorro del cuento de Carlo Collodi. A sus 8 años, Andy comienza a dejarse seducir en el más amplio sentido de la palabra. No solo empieza a beber y a fumar, le entra también al complot para asaltar una casa y, a juzgar por la imagen de la despedida, empieza también a tener sueños en los que un muchacho que simboliza a Cuernavaca (con toda su violencia y su belleza indígena) lo abraza mientras riega un jardín. Sugestivo. Pero por más que la película le hubiera gustado a Pasolini, la seducción es platónica. Porque el guión tampoco quiere escandaliz­ar o pontificar y no sigue el aburrido esquema de tres actos que vuelve tan predecible al cine de Hollywood; está abierto y uno tiene que interpreta­r. Eso sí, el espectador puede interesars­e todo el tiempo. Pero el guión no es lo mejor de Cuernavaca. Tampoco la producción de Ariel Gordon, promesa que en 1997, cuando en México no existía el Eficine, se abrió paso en la burocracia del Imcine para filmar el cortometra­je Adiós, mamá. Parece que este corto que le abrió las puertas al cine le permitió encontrar su vocación y, a juzgar por Cuernavaca, Gordon halló que lo suyo era la producción, que tampoco es lo mejor de la película.

Lo realmente extraordin­ario en Cuernavaca es que todos los creativos en torno al director han conseguido transmitir la inquietant­e sensación de que los adultos mienten. Uno tiene 8 o 9 años y ha llegado a la edad en que comienza a investigar la verdad. Se encuentra demasiado pequeño para aceptar que no existen los súper héroes y demasiado grande para aceptar que nadie dice la verdad. El trayecto de Andy va más allá del propuesto por Campbell en 1949 y que se ha convertido en paradigma de todo el cine comercial. El accidente de Andy es como un diluvio que está a punto de ahogarlo en la depresión, que lo lanza a los infiernos de la casa de su abuela y le enseña algo: no hay

_ peor mentiroso que el que se miente a sí mismo. En ello estriba lo hermoso de la escena final. Andy puede llorar y puede consolar a su padre porque ha comenzado a aceptar la verdad sobre sí mismo.

El guión no quiere escandaliz­ar o pontificar y no sigue el aburrido esquema de tres actos

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Foto: Pisito Trece Produccion­es
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Cuernavaca. Dirección: Alejandro Andrade. México, 2018.

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