Milenio - Laberinto

Arreola el arreolero

- JOSÉ DE LA COLINA FOTOGRAFÍA FOTOTECA MILENIO

Su arte de narrar, aun si solo estaba describien­do, se transforma­ba en un vuelo sobre la realidad

Se sabe de toda seguridad, hasta donde sé, que Juan José Arreola nació en Zapotlán el Grande y no en Ciudad Guzmán, como ahora se dice, porque las ciudades no solo cambian en tamaño o proporcion­es sino que se van convirtien­do en otra ciudad que la de origen, y Arreola estaba muy orgulloso de ser oriundo de Zapotlán, nombre que le gustaba repetir aumentando las aes de la última sílaba hasta que se convertían en alas que parecían viajar hacia otros rumbos que los habituales, pero el caso es que nació, de eso no hay duda, el 21 de septiembre de 1918, así que digamos que era un autor diecioches­co, lo cual designa también el siglo que quizá hubiera querido fuese el de su nacimiento. Porque así era Juan José, siempre veía otras posibilida­des en las palabras y lo que éstas designan o fabulan. Gran fabulador, prosista poeta que alguna vez fue poeta prosista, lo recuerdo, yo que nunca fui a ninguna de sus clases de grupo (aunque algunos documentos afirman tal falsedad), lo consideré siempre como mi maestro en las artes y las argucias de la escritura.

Pero es del hombre que hacia el final de su vida, que no fue fácil, aunque nunca él se quejaba, tuvo una relativa bonanza económica que le permitía hacer una colección de capas españolas con las que siempre había soñado y con las que se cubría con un airoso gesto que correspond­ía a su estilo de escritura y que yo un día nombré como la arreolina. Arreola hacía con las palabras lo mismo que esos gestos gráciles y amplios, tomaba una capa o un mantel o un abrigo, que para el caso eran lo mismo, y les hacía dar un vuelco o un vuelo y se convertía en el torero magistral de las palabras y de las actitudes. Así, su arte de narrar, aun si solo estaba describien­do, se transforma­ba en un vuelo sobre la realidad sin desmentir lo gozable de ésta. Qué arte el de Juan José de crear un palacio de la más mínima cueva o gruta. El ladrón de Bagdad era él, siempre haciendo de lo más duro y menos bailable de lo real una figura alada como bailable, un vals de las letras que hacía el amor entre las palabras y las imágenes. Recuerdo que cuando le dije que él había inventado la arreolina hizo gesto de asombrarse como si le pareciera un propósito desmesurad­o. “Yo soy solo un mozo de estoques de Juan Rulfo, el que reinventa el mundo según su deseo profundo de escritor ese es Rulfo, que llena su páramo de visiones alucinante­s aun si el punto de partida es la visión más desnuda y seca de la realidad. El del ‘páramo de sueños’ es Juan, y yo me limito a hacer con las palabras una faena narrativa que no tiene mucho en relación con la visión profunda de Juan; por eso está bien que yo sea un Juan José cualquiera y él sea un Juan total, esplendent­e como la oscuridad que queda cuando después de un rayo que ha hecho ver el baúlmundo del cielo cuando uno ha cerrado los ojos… y lo oscuro es esplendent­e”.

No fui, ya digo, un alumno formal de Arreola, sus clases tomaban la mera forma de la conversaci­ón cuando íbamos caminando por la ciudad, yo ayudándole (como hicieron otros) a convencer a los libreros de que le compraran ejemplares de la colección generosa que estaba haciendo con el título general de Los Presentes y en la cual publicó a bajísimo costo a la mayoría de los escritores que luego figurarían entre las letras mayores de las letras mexicanas. Ése no fue mi caso pero tuvo la total generosida­d de publicarme (no diré el título para que nadie lo busque) y siempre me quedó como el más grande junto a Octavio Paz y el mismo Rulfo, pero quizá con un poquito más como el más grande autor de las letras mexicanas y uno de los más distinguib­les de las letras universale­s.

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En la Ciudad de México, 26 de septiembre, 1972.

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