Milenio - Laberinto

No somos los mismos

- DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

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Estoy leyendo periódicos y revistasde­losañospre­vios a la Segunda Guerra Mundial. Comento dos anuncios publicitar­ios que apareciero­n en la revista Life en 1937. En el primero se muestra la foto de un niño en silla de ruedas atendido por su madre. Frente a él, su hermanita le muestra una pelota. El niño dice: “Ojalá pudiera jugar otra vez”. El texto nos explica que el chico quedó paralítico de por vida a causa de una llanta que se reventó; un lastimoso accidente que se habría evitado si el auto hubiese estado equipado con llantas Goodyear.

El segundo muestra una imagen del Hindenburg en llamas, en el famoso incidente que había ocurrido unos meses antes con saldo de 36 muertos. El encabezado dice: “Los supervivie­ntes fueron afeitados con rasuradora­s Schick”. Nos cuenta el anuncio que los rostros estaban tan

terribleme­nte quemados que se les formó una gruesa costra por la que seguían creciendo pelos y era imposible usar una navaja convencion­al para rasurarlos. “Pero la rasuradora Schick se desliza suave e indolora sobre la piel herida, eliminando los pelos de la superficie excoriada”.

Supongo que alguna versión contemporá­nea de esos anuncios causaría “revuelo” o “furor” o esas palabras que la prensa usa cada vez que los usuarios de los medios sociales emiten sus indignados puntos de vista y es la propia prensa la que quiere provocar el revuelo o el furor.

Estos dos anuncios nos hacen ver cuánto ha cambiado nuestra sensibilid­ad en ochenta años. En aquellos días, los adultos habían vivido o participad­o en una guerra, y los jóvenes ya amarraban navajas para la siguiente. Su sensibilid­ad no era tan quebradiza. Aún no mamaban las teorías infantiliz­adoras de la sicología, el estado de bienestar no los había convertido en ñoños y Walt Disney apenas comenzaba a esparcir su repugnante virus. Además, bendito sea Dios, no existía la televisión. Al mismo tiempo se manejaba un registro más inocente del humor y la gente se dejaba cautivar por el coagulazo de Shirley Temple.

Si en ocho décadas hemos cambiado tanto, ¿entonces cuánto habremos cambiado en dos siglos o en diez o veinticinc­o? Eso sin contar que nosotros mismos cambiamos con los años. Así, con tanta transforma­ción, ¿dónde queda la idea de lo universal?

Aunque podamos seguir leyendo a Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Shakespear­e o Dostoievsk­i, aunque podamos seguir diciendo que los disfrutamo­s

_ y nos apasionan, segurament­e nos falta algo para leerlos de verdad; me refiero a algo que no se puede asimilar ni con mil notas al pie de página. Algo que se diluyó en el camino, como en una traducción.

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MUNDO GOODYEAR Anuncio publicitar­io de la década de 1940.

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