Kipling y la política vulgar
El cuidado que se toma en referir modismos, chuscas elegancias y vulgaridades a bocajarro son típicos del imperialista que se presenta muy seguro de sí y muy dueño de su idioma, pero en el fondo guarda una profunda inseguridad ante la historia: lo amenaza toda variación de sintaxis, fonética, rítmica; lo alarma la diferencia, como si se tratara de defectos o copias deformadas, y le produce desprecio que los escritores sean tantos y todos tengan periódicos que los publiquen, con todo y ese estilo crudo, directo, descortés. Él era, al fin, un auténtico imperialista, y no solo convencido sino inteligente y sensato. No entiende la democracia liberal: “Estoy viendo una maquinaria en acción, los americanos hablaban de las political pulls” —y escribe pulls, no polls, “compulsa”, “encuesta”—. Kipling desconocía ese uso de las matemáticas, la encuesta, la estadística, “ese modo de hablar que yo no podía entender, o entendía a pedazos, era el habla de los negocios”. Y tiene razón. Los Estados Unidos impusieron al mundo la política como negocio. La concepción de las cosas públicas, en todo el mundo, había cambiado. Eso lo comprendió Kipling. O casi, porque al oír esa lengua de business y política, “tuve al menos el suficiente sentido común para entender eso, y para irme a carcajear afuera”.
Después, los discursos, la oratoria ostentosa de los políticos. Kipling quería esconder la cara en la servilleta y reírse. No lo hizo. Se quedó perplejo ante los discursos de los demócratas, hasta que oyó al teniente Carlin, para quien se ofrecía un banquete. El teniente gigantón habló de modo seco, corto, tajante: “Caballeros, les agradezco mucho este banquete y que me digan todas esas lindezas, pero lo que hay que entender, el hecho, es que queremos y tenemos que conseguir cuanto antes una Armada: más barcos. Muchos barcos”. Y Kipling cesó su burla: “Amé a Carlin en ese instante: ¡Caramba! Ése es un hombre”.
El mundo había cambiado: la naca democracia se extendería por el siglo, pero Kipling reconoció un vicio eterno: la admiración, la obsesión por el poder, y el absurdo apego a las nociones de patria y nación. Muchos países parecen hartos de ser repúblicas y han decidido bogar por formas de gobierno que recuerdan los orgullos
_ de ser súbditos de algo grande y poderoso. El librito de Kipling debiera ponerse en circulación, porque es una obrita genial y porque ahora revivieron muchas de sus despectivas críticas a la democracia liberal.