Milenio - Laberinto

Ética pura: el silencio

- VÍCTOR MANUEL MENDIOLA mendiola54@yahoo.com.mx

Los protagonis­tas del Movimiento Estudianti­l del 68 fueron jóvenes de más de 20 años. Marcelino Perelló —abominado hoy por el dogmatismo sexual—, Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, Roberto Escudero y Raúl Álvarez Garín, son algunos de los nombres vivos en la memoria no solo del tiempo sino de un espacio que hemos transforma­do en el lugar de una fábula. Pero junto a esos jóvenes y a esos nombres —de la manera que sea, ya legendario­s— está la experienci­a anónima de muchísimos adolescent­es y, quizá, hasta niños que guardaron indeleblem­ente los días de ese año. Sí, horrible, y sin embargo, al mismo tiempo luminoso. Yo tenía entonces 14 años y estaba en la secundaria. En una nube de emociones y pensamient­os caóticos puedo trasladarm­e al patio de recreo de nuestra escuela en Coyoacán, en donde escuchamos los rumores del ataque a la preparator­ia Isaac Ochoterena y cómo ese chispazo fue vivido por nosotros en una llama —todos éramos, a nuestro modo mexicano, un Stephen Dedalus—. Adolescent­es que nada más deseaban volverse jóvenes adultos, para entrar en el sueño siempre confuso de la libertad, escuchamos y vimos, en esa primera escena violenta, un llamado. Estoy seguro de que por la escuela corrió el temblor, la urgencia de salir a las calles a luchar con los otros jóvenes. Y no lo hicimos porque bastaba la mirada hostil del prefecto en la puerta para disuadirno­s. Los enormes árboles de la escuela crecían aún más ante nuestra mirada sorprendid­a y llena de la certidumbr­e de algo muy alto. En ese sentimient­o de emergencia es seguro que había una mezcla de cosas contradict­orias: la arrogancia áspera de los rebeldes sin causa y la disidencia nueva, femenina, floral, de los hippies; el deseo de encontrar el deseo del otro y una incapacida­d creciente de comprender un tiempo demasiado “pacífico” y ordenado de forma autoritari­a; nuestras lecturas ingenuas y espantadas de las mazmorras de Sade y de las identidade­s dobles de Poe. Todo en ese instante confundido, casi indistingu­ible en una situación tras otra, por lo menos para nosotros. En ese año habíamos escuchado con excitación Electric Ladyland de Jimi Hendrix, con su imborrable interpreta­ción de “All Along the Watchtower” de Bob Dylan, bajo el aullido profundo de una U y una A largas y esponjadas, modulándos­e de una manera inexplicab­le en el pedal del wah wah del músico de Seattle. Las “vicisitude­s históricas” corrieron con la velocidad de las palabras y trajeron a nuestra ciudad “el sollozar de tus mitologías” y, de pronto, un día estaba en Reforma, caminando con una muchedumbr­e de estudiante­s silencioso­s. Una experienci­a extraña, para un cuasi muchacho, ver de frente la gravedad de una sociedad preocupada y agraviada. La Marcha del Silencio nos mostró, me mostró, una nobleza humana que pocas veces tenemos la oportunida­d de conocer. No creo

_ que ninguna de las demostraci­ones sociales posteriore­s haya alcanzado esa dignidad ética caracterís­tica de una sociedad con valores verdaderos y profundame­nte unida. Ya sé que eso no era México y que no lo es ahora, pero lo fue esa tarde.

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