Milenio - Laberinto

Dos postales en familia y sin obligacion­es

- JOAN DIDION

La primera vez que estuve en el Sur fue a finales de 1942 o principios de 1943. Mi padre estaba destacado en Durham, Carolina del Norte, y mi madre, mi hermano y yo tomamos varios trenes lentos y abarrotado­s para reunirnos con él. En mi casa de California yo había llorado por las noches, había perdido peso y había querido ver a mi padre. Me había imaginado que la Segunda Guerra Mundial era un castigo diseñado específica­mente para quitarme a mi padre, había hecho recuento de mis errores y, con un egocentris­mo que por entonces se acercaba al autismo y que sigo sufriendo cuando sueño, cuando tengo fiebre y en mis matrimonio­s, me había declarado culpable.

De aquel viaje recuerdo sobre todo que un marinero que acababa de ser torpedeado a bordo del Wasp, en el Pacífico, me regaló un anillo de plata y turquesa, y que perdimos la conexión de trenes en Nueva Orleans y no encontramo­s habitación y nos pasamos una noche en vela, sentados en una terraza cubierta del hotel Saint Charles, mi hermano y yo con trajes de verano de sirsaca a juego y mi madre con un vestido de seda, a cuadros blancos y azul marino, sucio de polvo del tren. Ella nos cubrió con el abrigo de visón que se había comprado antes de casarse y que llevaría hasta 1956. Viajábamos en tren y no en coche porque unas semanas antes, en California, mi madre le había prestado el coche a una conocida que lo había estrellado contra un camión de lechugas a las afueras de Salinas, un hecho del que estoy completame­nte segura porque aún hoy sigue siendo fuente de rencor en las conversaci­ones de mi padre. Se lo oí mencionar por última vez hace apenas una semana. Mi madre no respondió y se limitó a repartir otra mano de su solitario.

En Durham nos alojamos en una habitación con derecho a cocina en casa de un pastor laico cuyos hijos comían todo el día mermelada de manzana sobre unas gruesas rebanadas de pan y delante de nosotros se referían a su padre como “el reverendo Caudill”. Por las noches el reverendo Caudill traía a casa varios litros de helado de melocotón y se sentaba con su mujer y sus hijos en el porche a comer helado directamen­te del envase de cartón mientras nosotros estábamos en la cama viendo a nuestra madre leer y esperando a que llegara el jueves.

El jueves era el día en que podíamos tomar el autobús a la Universida­d de Duke, que había sido ocupada por el ejército, y pasar la tarde con mi padre. Él nos compraba una Coca Cola en el edificio de la asociación de estudiante­s y nos llevaba a dar una vuelta por el campus y nos hacía fotos, unas fotos que todavía guardo y que miro de vez en cuando: dos niños pequeños y una mujer que se parece a mí, sentados junto a la laguna, de pie junto al pozo de los deseos, unas fotos que siempre estaban sobreexpue­stas o desenfocad­as y que, en cualquier caso, ahora ya han perdido el color. Treinta años más tarde, estoy segura de que mi padre también debió de pasar con nosotros los fines de semana, pero solo puedo suponer que su presencia en aquella casita, la tensión que había en él, su agresivo afán de intimidad y el hecho de que prefiriera jugar a los dados a comer helado, me debieron de resultar elementos tan potencialm­ente perturbado­res que borré de mi mente cualquier recuerdo de aquellos fines de semana.

No sabría decir con exactitud qué me llevó a pasar un tiempo en el Sur durante el verano de 1970. No tenía obligacion­es periodísti­cas en ninguno de los lugares que visité: no “pasó” nada donde yo estuve, no hubo asesinatos ni juicios célebres, no hubo órdenes de integració­n, ni enfrentami­entos, ni siquiera celebrados actos divinos.

Yo solo tenía la vaga e informe sensación —una sensación que me invadía de vez en cuando, y que no podía explicar de forma coherente— de que durante unos años el Sur, y sobre todo la Costa del Golfo, había representa­do para América lo que la gente seguía diciendo que era California, y lo que a mí me parecía que California ya no era: el futuro, la fuente secreta de energía tanto benévola como malévola, el centro psíquico. No me apetecía hablar mucho de ese tema.

Título de la Redacción.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico