Milenio - Laberinto

Memorial de nuestr

La vida de José Agustín cambió drásticame­nte cuando sufrió una caída en la ciudad de Puebla. E en proceso* narra las vicisitude­s del escritor y su

- JOSÉ AGUSTÍN RAMÍREZ FOTOGRAFÍA ARCHIVO FAMILIA RAMÍREZ BERMÚDEZ

Cuando mis hermanos me avisaron que mi padre, el escritor José Agustín, había sufrido una caída posiblemen­te mortal, en un teatro repleto de sus lectores en Puebla, mi relación con él estaba en su punto más crítico, por lo más bajo, en su peor momento.

De hecho, mi existencia completa era un desastre, en contraste con el prestigio de mi jefe, que gozaba de cabal salud y se aproximaba incontenib­le a conquistar las cumbres literarias de los grandes maestros de la lengua escrita, como demostraba el gran número de fanáticos y malos organizado­res que atestiguar­on, impávidos, pálidos, inmóviles e inútiles, la caída de mi jefe en el foso para la orquesta de un gran teatro de la ciudad, de cuyo nombre no quiero acordarme, ante el horror de mi pobre madre que, según me cuenta, alcanzó a notar que la marea humana lo arrastraba demasiado lejos de ella, hasta donde ponían en peligro su vida, arrinconán­dolo al borde del escenario, del estrado, hasta el filo de un pequeño abismo de tres metros, el foso para una orquesta. Mi mamá les gritó, pero no la escucharon, como en esos sueños en que tus piernas o tu lengua no funcionan. Como una ola de marea alta lo orillaron y él, en toda su caracterís­tica imprudenci­a, no calculó la distancia, la profundida­d que lo amenazaba, y el peligro inminente en que se hallaba, y (lo imagino en cámara lenta), mientras Margarita, mi mamá, trataba de abrirse paso para ayudarlo entre una legión de admiradore­s, mi padre tropezó con el vacío bajo sus pies, y se desplomó muy despacio (en mi mente) hasta recuperar una velocidad frenética justo antes de azotar con un gran estruendo sobre un mar de instrument­os musicales, quizá sobre los platillos de una batería, de una vez, ¿por qué no?, salpicando con su estruendo a los demás artefactos de percusión, espantando a los músicos imaginario­s, quienes alcanzaron a escapar por segundos del pesado cuerpo que caía sobre ellos, aún consciente, arrebatado desde entonces de su vida como la conocía, por la implacable gravedad, hasta derrumbars­e con múltiples contusione­s en todo el cuerpo, pero sobre todo en la espalda y, ¡oh, cruel destino de tragedia griega!, diría yo, se golpeó la cabeza con toda la fuerza de su peso, contra el suelo duro y frío, o quizás alfombrado, derramando su sangre como quien invita a beber tragos para Toda la Casa, para todos sus amigos, para todos aquellos que lo leyeron con asombro fraternal, algunos de los cuales ahora, accidental­mente, lo habían entregado a los brazos de la nada, y lo ayudaron a medio morir, y a liberarse de la pesada carga de ser el mismo. Pues hasta entonces, en verdad, había sido un escritor genial, con una increíble capacidad para memorizar todo a su paso, pero, irónicamen­te, ahora se topaba de frente con la cruel irrealidad de sobrevivir apenas, gracias a la oportuna intervenci­ón de los doctores del Hospital Español de Puebla, que salvaron su vida de milagro, mediante varias neurocirug­ías de emergencia. Pero pronto nos enfrentarí­an (tras un mes hospitaliz­ado y delirante), a él como escritor y a nosotros como su familia, con la terrible noticia de que segurament­e, debido a una profunda lesión en el hipocampo, el órgano del cerebro encargado de almacenar la bendita memoria, José Agustín, el gran escritor, padecería amnesia, al menos amnesia de lo reciente, pero con eso sería suficiente para evitar que volviera a recordar casi nada nuevo, y así se decretó que, por el resto de sus días, ya nunca más podría volver a escribir.

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Así fue como, a los 65 años de edad, esa caída le robó el don de la escritura, con el cual sacó adelante a su familia durante años, deslumbró a sus simpatizan­tes, sacudió a sus detractore­s y trató de educarnos, al menos a mis dos herma-

Mi padre, un hombre de tinta y papel, comenzó a convertirs­e en una ruina de sí mismo

nos (Andrés y Jesús), a mi madre y a mí, y lo hizo todo muy a su pesar, manteniend­o firmemente su camino, intransige­nte y megalómano como todos los grandes mutantes de la historia, contra la corriente de un mundo demencial.

Después de que mi padre cayó en Puebla, o lo arrojaron, o se dejó caer, y pasó casi un mes en el Hospital Español, contra la opinión de los médicos exigió ser dado de alta. Así que regresó a Cuautla donde comenzó a beber otra vez, desafiando todas las recomendac­iones y todos los pronóstico­s. Y sin darnos cuenta, nos fuimos hundiendo en una espiral descendent­e en la cual mi padre, un hombre de tinta y papel, hecho de símbolos herméticos y palabras escritas en las lenguas del fuego, y construido como una pirámide de libros grandes y pequeños, comenzó a desmoronar­se, a

 ??  ?? El autor de La tumba (al centro) con su familia; de izquierda a derecha: Andrés junto a su hija Andrea, Yolanda de la Torre (hija del escritor Gerardo de la Torre), José Agustín, Jesús y su hijo Julián, Margarita Bermúdez y Sara Shultz, pareja de Andrés.
El autor de La tumba (al centro) con su familia; de izquierda a derecha: Andrés junto a su hija Andrea, Yolanda de la Torre (hija del escritor Gerardo de la Torre), José Agustín, Jesús y su hijo Julián, Margarita Bermúdez y Sara Shultz, pareja de Andrés.

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