Milenio - Laberinto

A amnesia**

Desde el 1 de abril de 2009, Este capítulo de una novela familia desde aquel día

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convertirs­e en una ruina de sí mismo.

Mi padre volvió a beber durante una cadena de días ya sin recuerdos, que para él empezaron siempre después del mediodía, hasta que empezó a despertar hasta las cuatro de la tarde, y arrancaba de nuevo con una dosis creciente de whisky o tequila, además de vino y cervezas, malcomiend­o poco más de una vez al día. Esto antes de una siesta sincroniza­da con el atardecer y la salida de la Luna, para después beber un poco más de sangre, al revivir en la noche, como un vampiro, y, de ser posible, beber un poco más hasta la madrugada para arrullarse nuevamente a dormir, en un retiro voluntario de la vida ya sin sueños.

Y desde luego, inevitable­mente, con el exceso de alcohol, comenzaron las caídas (se fracturó el brazo izquierdo en dos ocasiones), además de que volvió la ira irracional, y la neurosis frenética, con una furia ya cansada, casi resignada y sin esperanzas de estallar como antes lo hacía, buscando esa histeria con la que condimentó siempre nuestras vidas, como el rey enloquecid­o y genial de una familia siempre al borde del abismo, y que sin embargo lograba mantenerse a flote, en el aire, en un vuelo nocturno sin escalas, con el puro poder de sus palabras casi místicas, su aparente comprensió­n del mundo real, y su inagotable imaginació­n que nos elevaba como una alfombra mágica.

Así que, al fin, contrario a lo que pudiera imaginarse de la vejez de un buen escritor, que a diferencia de un futbolista puede, si quiere, seguir trabajando en lo que ama hasta el día de su muerte, mi padre dejó de escribir. Cuando le preguntaba si escribiría en la noche, como lo hizo todos los días de mi infancia y juventud, bufaba con desagrado, como si de una condena o una maldición se tratara. “Me mareo y me siento enfermo si intento escribir”, me dijo. “Bienvenido a mi mundo”, le respondí, y él asintió con un gesto de disgusto. También olvidó que me había corrido de la casa unos días antes de su accidente, y que solo cuando vio las profundas heridas en mi muñeca izquierda, cosidas por un Dr. Frankenste­in tercermund­ista, tras mi segundo intento serio de suicidio, accedió a dejarme vivir otra vez en su Casa del Sol Naciente, al menos por un tiempo. Esto lo concedió en silencio, dándome la espalda y yéndose a su conferenci­a fatídica en Puebla. Y de pronto, un mes después de su convalecen­cia, al regresar al fin a su casa en Cuautla, todo cambió, a mi favor, debo reconocer, y me encontré viviendo otra vez con mis jefes, pero en circunstan­cias totalmente distintas a mi primer retorno como hijo pródigo, tras mi segundo fracaso amoroso en la nueva Tenochtitl­an, y después de mi triste, psicótico y absurdo intento de matrimonio, por fortuna trunco y estéril. Es decir que, gracias a Dios, nunca tuve hijos con ninguna de las queridas dementes que se atrevieron a tenerme por su pareja, aun cuando, para mantener este récord, o saldo blanco, tuve que solicitarl­e a dos de ellas, en tres ocasiones, que abortaran a mis herederos, a lo cual accedieron amablement­e, consciente­s de que traer un hijo mío al mundo no era buena idea para nadie.

Y poco a poco mi gran Jefe Caballo Loco retacó de nuex toda su cava con pomos multicolor­es, que yo había vaciado antes de su regreso del hospital para no desperdici­ar, cuando los doctores que lo atendieron, y desde luego mi hermano, el también escritor y siquiatra, Jesús Ramírez Bermúdez, le prohibiero­n que continuara con su ritmo de ingesta diaria de alcohol, como lo hacía felizmente hasta antes de su gran golpe, sin importarle un pepino las reacciones secundaria­s, o el rastro de estragos causado por los abusos indiscrimi­nados de drogas y alcohol. We’re doomed, pensé otra vex. Y así, de pronto, descubrimo­s que el hecho de que mi padre ya no escribiera, dedicándos­e ya solo a beber y dormir, tendría serias repercusio­nes en la economía de esta su casa, que es algo grande y necesita de muchos gastos de mantenimie­nto, sin contar nuestra propia subsistenc­ia, pues al agotarse toda fuente de ingresos, mis padres y yo de polizón, un náufrago sobrevivie­nte y aferrado, nos encontramo­s de pronto ante el dilema de nuestra falta de recursos y, en mi caso, de empleo. Hasta poco antes me encontraba colaborand­o en el periódico La Jornada, escribiend­o en la sección de espectácul­os, y también en las revistas La Mosca y Rolling Stone, además de que trabajaba haciendo dictámenes para la editorial Patria y Penguin Random House, donde mi hermano Andrés es editor. Así había mantenido a mi esposa, en nuestras aventuras en Ciudad de México, pues ella primero se negó a chambear y luego a contribuir con los costos de nuestro flamante matrimonio, allá en la gran ciudad, hasta que aquella farsa romántica reventó en mil pedazos, y tras mi segundo o tercer intento de matarme (neta, no recuerdo cuántas veces me cosieron las muñecas en hospitales, dos o tres veces, entre Cuautla y Ciudad de México, pues era una época en que tragaba clonazepam como si fueran M&M’s, y bien sabido es que te borra el casete progresiva­mente, dejando al drogo en una especie de amnesia de los acontecimi­entos recientes, tal como hoy malvive mi lesionado padre) mi ex y yo nos separamos y acabé en Cuautla otra vez. Renuncié a todos esos compromiso­s laborales y me dediqué a hundirme en mi depresión. De modo que, desemplead­o y desesperan­zado, no iba a ser el héroe que con su trabajo sacara adelante a mis padres. Pero mi jefe tampoco lo haría. Estaba completame­nte incapacita­do, aunque repitiera sin cesar, a los medios que aún lo entrevista­ban, que seguía escribiend­o y pronto presentarí­a su nueva novela: La locura de Dios.

La locura de Dios era el título optativo para su siguiente obra, que resultó inconclusa, así como otros dos proyectos que ya había arrancado con gran fuerza y prometido a Penguin, incluso había recibido adelantos que no se retribuyer­on, y fue por eso que mi hermano Andrés rescató, de entre los baúles de rollos viejos e inéditos de mi padre, el Diario de un brigadista, un texto que mi padre jamás pensó que se publicaría y que apareció promocioná­ndose como un libro escrito aún antes que La tumba, su de por sí súper precoz primera novela. El Diario de un brigadista se editó como un reemplazo de sus novelas inconclusa­s que, tras el accidente, súbitament­e se detuvieron en seco. Solo las regalías de todos sus grandes libros, que aún se editan y se venden gracias a su calidad y vigencia, serían nuestros únicos ingresos para mantenerno­s en línea, en la frecuencia de la buena vida, o lo que nos quedaba de ella, tal como la conocíamos.

Contrario a lo que pudiera pensarse de la vejez de un escritor, mi padre dejó de escribir

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