Milenio - Laberinto

El melódico Melo

- JOSÉ DE LA COLINA

En nuestro primer encuentro en la Ciudad de México, Juan Vicente Melo se levantó tímidament­e de un equipal de la casa de los Pacheco-Berny y vi a un joven de 27 años, delgado, moreno, de oscuros, intensos ojos, con un aspecto melancólic­o que no tardaría en revelarse inhabitual, y quienes habríamos de trabar con él amistad (Juan García Ponce, Huberto Bátiz, Juan José Gurrola, Pixie Hopkins, Meche Oteyza, Tomás Segovia, Inés Arredondo, Alicia Pardo, Alicia Urreta, Marta Verduzco, Miguel Cervantes, Michelle Alban, Esperanza Pulido, Eduardo Mata, María, yo, y un poco todo el mundo) descubrirí­amos que el doctor Juan Vicente Melo, el Jarochón, era una fiesta regalada por la vida, un danzón gozoso por el planeta, el más real, chismoso y querendón de los amigos y un gran talento que no tardaría en convertirs­e en uno de los más singulares y mejores escritores mexicanos, el autor de cuentos realistas con una extraña gradación gótica, de las mejores críticas de música en México y de esa obra forastera en la tradición novelístic­a mexicana, La obediencia nocturna.

Increíblem­ente, casi vergonzant­emente, Melo era doctor, estaba titulado como médico dermatólog­o en el prestigios­o Hospital Saint-Louis de París, de cuyas lecturas se evadía para caminar la ciudad, sorber en la Sorbona cursos de literatura francesa, entrevista­r a Julien Green, el novelista de los personajes nocturnos, atormentad­os por el fuego de sus almas, y a Louis-Ferdinand Céline, el amargo escritor casi fascista que, precisamen­te como lo había de hacer Melo, se había mudado de la práctica de la medicina a la de las letras, y a Albert Camus, el único poeta en prosa del existencia­lismo, que solía disfrazars­e de Humphrey Bogart, o bien Melo se perdía en conciertos de Debussy, Satie, Stravinsky, Poulenc, Georges Brassens, pues su otra pasión, quizá la primera, era la música, que podía leer en partituras y dedalear en el piano.

A Melo le disgustaba la medicina por sus espectácul­os de horror. “¿Sabes una cosa?”, me decía, “somos espantosos por dentro, somos tuberías, cloacas, formas y formas monstruosa­s”. Y yo interrumpí­a aquel arrebato de horror lovecrafti­ano diciéndole: “Párale, Juan Vicente, me disculpas, pero me voy a desmayar”. Pero él, gozándose en la suerte, seguía abriendo ante mis ojos horizontal­es cadáveres interioriz­ados.

Humilde y serio, el Jarochón, amparándos­e en que todavía no llegaban los años sesenta, era un bailarín prodigioso. Las señoras decían “Qué bonito baila el doctorcito, y no como los de ahora que parecen perláticos y desatornil­lados”. Melo no se desciñó los incontable­s, severos chalecos que deslumbrab­an en los años setenta, pero comenzó a acelerar su homosexual­idad que lo extraviaba por los bares y los cabarets más infectos donde sus aventuras le conquistar­on no pocos puñetazos, pero la mitad era en él una religión, un arte, una patria.

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Me crea el recuerdo de Melo una sensación de pérdida de un amigo intenso que era el autor de una obra maestra, la tal Obediencia nocturna que, más que el título de una novela superior, es como un programa de vida de Melo mismo.

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