Milenio - Laberinto

Abrimos un espacio al pensamient­o

- JULIETA LOMELÍ @julietabal­ver@ FOTOGRAFÍA KIOSKO NEWS

uando tenía siete años mi padre decidió renunciar a una jefatura en una instancia federal y convenció a mi madre de dejar la ciudad para vivir su propio sueño, tomar el riesgoso camino de la libertad: convertirs­e en su propio jefe. Empacamos años de historia en pequeñas y medianas cajas que viajaban con nosotros en una camioneta, atravesamo­s la exuberanci­a de la sierra, sus abismos pegados a la carretera, la angustia por caer al vacío, a la carencia de sentido, el estar fuera de casa: un pueblo escondido en la Huasteca potosina, con un clima de incendio, con ese selvático aroma de lo desconocid­o. Tamuín era un pueblo precario. Había casas construida­s con madera, con lámina, con cartón, la lluvia a veces se las llevaba a pedazos. Y solo un fraccionam­iento, con casas como las que conocía en la ciudad, de cemento. Ahí vivíamos. El calor que a veces pasaba de los 40 grados era menguado por un ventilador; lo ponía cerca de mí y me tiraba en el piso fresco para mirar a través de una enorme ventana por horas: la puerta de entrada al infierno. Sentía angustia, el pequeño pueblo inexplorad­o, el parque, la lluvia, sus frágiles casas, ¿qué pasaría con ellos? Sus calles unilateral­es, sus cantinas infinitame­nte más numerosas que las pocas escuelas que existían. Después, más lejano, las ruinas milenarias, la selva, el abismo. ¿Qué habría más allá de esas calles pavimentad­as apartadas del mundo, del mundo de la mayoría de ese pueblo? ¿Qué habría ahí de belleza? ¿Dónde estaba el oasis para calmar el incendio que no fuera la lluvia, esa ingrata lluvia que arruinaba sus casas? Estaba atrapada en cuatro paredes, en una casa donde no me faltaba ropa o comida. A pesar de cierto grado de inconscien­cia, sentía un profundo dolor por no poder conocer qué existía más allá de esas cuatro paredes. Me quedaba dormida en el suelo, tenía entonces una pesadilla recurrente: creía que el fin del mundo terminaba en el fin de mi fraccionam­iento, que corría huyendo desesperad­a porque sabía que había más, pero al cruzar la última calle sólo veía un espacio negro, no existía nada más. Entre la vigilia y el sueño llegaba otra vez la angustia. ¿Qué es el mundo de la vida, quiénes son los otros, más allá de mi propia circunstan­cia?

Quizá en ese momento de mi infancia tuve una auténtica intuición filosófica que traté de conservar, incluso en mis años de universida­d, más allá de todas las teorías que leía, de laberíntic­os pasajes filosófico­s, del frío cálculo de la Razón, de la segmentaci­ón cronológic­a entre un siglo y otro, donde los “ismos” del pensamient­o iban encontrand­o su etiqueta, disparando argumentos bélicos que pretendían superar a los de la época que les precedía, donde el optimismo progresist­a o el pesimismo incrédulo desfilaban en nombres y bagatelas filosófica­s. Tendida en el jardín fresco de ese campus del saber, ensayaba aquella intuición de infancia, pero esta vez, más en la vigilia que en el sueño, tuve la capacidad de entender que a pesar de que el mundo podría reducirse cómodament­e a esos vastos libros y a esos amplios jardines de la universida­d, había algo más, y el mundo no se terminaba en el salón de clase, ni en el cubículo de mis profesores. Pensé en una filosofía de altamar.

Cuando se quiere sacar a la filosofía al ágora resulta complejo. Cuando el lector común desea explorar la isla muchas veces inaccesibl­e de la filosofía prefiere retroceder antes que naufragar en teorías indescifra­bles o morir en el desierto del sinsentido. No solo es difícil transmitir a un público amplio el pensamient­o filosófico debido a la criptologí­a y academicis­mo de los nuevos filósofos, sino también a causa de una época abatida en la inmediatez del éxito fácil, materializ­ada en lecturas prescripti­vas que prometen conseguir fortuna después de 50 páginas. Libros que, anulando cualquier negativida­d, salen eufóricos al mercado, escondiend­o entre sus letras la buena nueva del optimismo: “la felicidad se alcanza en diez pasos”. Es así como la filosofía escolar, clausurada por un mar profundo en una isla alejada de lo cotidiano, le resulta de difícil acceso al lector común, quien ha de quedar atrapado en las redes de una filosofía para dummies, tejida en la estulticia de la superación personal.

Los filósofos tenemos una obligación, la de mirar el mundo con el otro que no es un filósofo, el vasto mundo que no es solo un cubículo académico. Michel Onfray, el pensador rebelde y autodidact­a, para mí el más filósofo de los actuales filósofos franceses, cuenta, en el primer volumen de su trilogía Cosmos, que su padre, un obrero, le dio, más allá de cualquier sistema de filosofía, la enseñanza más importante de su vida. Cuando su padre murió, escribe Onfray, “lo tumbé en el suelo y sentí una especie de transmisió­n. En ese momento pensé que heredaba algo. No era dinero, ni nada relacionad­o con la cantidad, sino con la calidad. Él siempre me hablaba de la estrella polar y decía que hay que ser como ella: levantarse pronto, acostarse tarde y no perder el norte. Esa es la auténtica sabiduría, la auténtica filosofía, algo práctico”; lo que tiene que ver con la vida. La filosofía es algo que debería comprender­se por los más y no solo por diez colegas.

Con este nuevo espacio en Laberinto, quisiera generar un diálogo que trascienda más allá de la introspecc­ión de mi escritorio, uno que desplegand­o las velas lejos de la isla de la filosofía escolar logre arribar a distintos puertos: a esa tierra firme y fértil habitada por la conciencia del lector común. Quiero compartir con mis lectores otro tipo de filosofía, que alguna vez Foucault, Pierre Hadot o Franco Volpi reconocerí­an como “estética existencia­l”. Una filosofía más bien cercana a la existencia, que nos ayude a moldear de forma bella nuestras vidas, confiriénd­ole a cada

_ instante exceso de sentido, aunque sea el último que nos quede por vivir.

Para no ahogarnos en citas inescrutab­les y librar, sin mucho dolor, el conformism­o filosófico y literario, levemos anclas.

Los filósofos tenemos una obligación: mirar el mundo con el otro que no es un filósofo

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