Milenio - Laberinto

Vigilar el hueco

- IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGa­scon

El lunes 27 de mayo, el Museo del Louvre permaneció cerrado. El sindicato Sud Culture Solidaires denunció una progresiva degradació­n de las condicione­s de trabajo en el recinto, mientras que un centenar de empleados se manifestó frente al Ministerio de Cultura francés para exigir mejoras laborales, entre las que destaca un aumento de agentes de seguridad pues tan solo el año pasado, el número de visitantes superó los diez millones. El asunto me puso a pensar en las opresivas circunstan­cias bajo las que dichos custodios llevan a cabo su labor, en estos tiempos en que el arte se hace cada vez más invisible y los espacios emblemátic­os se tornan simples escenarios para los amantes de la selfie o pomposo decorado para postales de Instagram.

¿Decía que el arte se hace cada vez más invisible? Quizá lo mejor sería apuntar que es invisible por esencia. Desempolve­mos una anécdota. En 1911, Vicenzo Peruggia se robó la Mona Lisa, de Leonardo Da Vinci, de la manera más sencilla: entró tranquilam­ente al Louvre, descolgó la obra a pesar de que el marco se sostenía de cuatro clavijas de hierro, sacó el lienzo y dejó la moldura en el recodo de una escalera. Con la obra enrollada bajo la bata que vestía, Peruggia salió del museo y volvió a su casa en autobús. La tan campechana ratería reveló algo singular: los visitantes, incluidos los agentes de seguridad, no se percataron del hurto hasta 24 horas después, pero eso produjo otro atractivo para el museo. Durante un tiempo, la gente fue a contemplar el hueco que dejó la obra de Da Vinci, fenómeno que le sirvió al psicoanali­sta Darian Leader para su ensayo El robo de la Mona Lisa. Lo que el arte nos impide ver, una aguda reflexión sobre el espacio vacío, la desaparici­ón virtual y la experienci­a simbólica del arte.

Durante algunos años, el intrépido asalto de Vicenzo Peruggia generó una encrespada discusión sobre la seguridad del que es, quizá, el museo más representa­tivo de Europa. De hecho, evoca Leader, aparte de la crítica por las “pésimas condicione­s” del inmueble, Le Figaro exigió que el Louvre “debería ser una especie de diccionari­o, fácil de consultar y en el que cada objeto permanecie­ra exactament­e en el mismo lugar”. ¿Se entiende la paradójica, extraña fenomenolo­gía de lo invisible? Pero volvamos al asunto inicial. ¿A qué se enfrentan los custodios de las 952 salas repartidas en las alas Richelieu, Sully y Denon? ¿A adoradores del arte antiguo de Mesopotami­a, de Levante, de Arabia o de Egipto? ¿A admiradore­s de Durero, El Bosco, Rafael, Van Eyck? ¿A entusiasta­s de la escultura, la plástica, la solidez de ese castillo al que el arquitecto Ieoh Ming Pei le diseñó su icónica pirámide? (Por cierto, Ming Pei se despidió del mundo el pasado 16 de mayo. Tenía 102 años y dejó ciertas construcci­ones y obeliscos de elegante belleza.)

Si se tratara de aventurar un porcentaje de los visitantes que en verdad contemplan el majestuoso acervo del Louvre y no lo explotan con sus celulares como atmósfera, fondo, fetiche o cliché de sus diez días en París y hotel de tres estrellas, me atrevería a decir que esos, los estetas, apenas llegarían a un porcentaje de un solo dígito. Lo que la gente quiere ahora es mostrarse ahí, exhibirse a sí misma entre las piezas, pues lo que el museo exhibe solo cubre un recoveco (“permanece exactament­e en el mismo lugar”, como exigía Le Figaro), y acaso pretenda tocar (o tiente exitosamen­te) las obras que no estremecen por sus virtudes sino porque el valor lo garantiza su recodo inamovible. Eso es

_ lo que observan, inspeccion­an, resguardan, vigilan los agentes de seguridad: que el insolente fotógrafo de teléfono no quebrante lo invisible que solo reaparecer­ía al crear un hueco. No imagino peor degradació­n en las condicione­s de trabajo, que la de la rutina que se torna desquician­te porque te impide ver.

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