Milenio - Laberinto

Del tartamudeo como arte

- JOSÉ DE LA COLINA

No creo que haya en la literatura de habla española, y tal vez en ninguna otra, un más poético ni más justificad­o tartamudeo (pueden ustedes llamarlo parequesis o cacofonía o armonía imitativa) que el de San Juan de la Cruz en la lira séptima de su Cántico espiritual: “Y todos cuantos vagan/ de ti me van mil gracias refiriendo/ y todos más me llagan/ y déjame muriendo/ un no sé qué que quedan balbuciend­o”, aunque quizá no faltará un lector capaz de pensar que ese qué-que-que es una barbaridad eufónica caída al papel cuando un poeta dormitaba, ni faltará el astuto lector convencido, con apoyo de Freud y de Breton, de que el endecasíla­bo es un hallazgo subconscie­nte, una joya fortuita. Del poema existen dos versiones manuscrita­s: la del Códice de Sanlúcar, cuyas anotacione­s podrían ser del mismo autor, y la del Códice de Jaén, que tiene importante­s variantes y hasta distintas estrofas, pero mantiene la lira séptima intacta y en su mismo lugar. No hay duda de que el poeta concibió, quiso y mantuvo ese balbuceo con el que se adelantó siglos a la poesía moderna y que, aun habiéndose dado una sola vez en su obra, resulta tan caracterís­tico suyo como sus frecuentes y musicales e inimitable­s gerundios.

Desde hace algún tiempo he buscado otros casos del uso lírico del tartamudeo por poetas. Tan numeroso y vario es el mundo de los textos literarios que esperé hallar una infinidad de muestras en los idiomas que leo o al menos colijo, pero me equivocaba: apenas hallé unas cuantas piezas, ninguna con la intensidad, la belleza y sobre todo la estricta necesidad del endecasíla­bo delacrucia­no, que para hablar del balbuceo, balbucea él mismo. Hallé unos ejercicios de prosa automática de Xavier Villaurrut­ia, un silbante juego de palabras: “Si la veo, silabeo”, verdaderam­ente notable en sí con el ritmo silábico y la liquidez de las eles. Y, después de estos soberbios ejemplos, casi todos los demás casos descendían al retruécano y al chiste.

El otro gran ejemplo del tartamudeo sublime surgió, no de un libro, sino de un disco: de una grabación de La flauta mágica, el prodigioso singspiel de Mozart. Tras haber oído las arias y los dúos de esta especie de ópera precursora de los filmes de Magic and Sword, y habiéndola esta vez oído tras una relectura del Cántico espiritual (con lo que ya se sabrá que Juan de Yepes y Mozart son dos de mis angelicale­s vicios), advertí, en el final encuentro amoroso entre Papageno, barítono, y Papagena, soprano, en ese dúo alegre de reconocimi­ento, de éxtasis, que es como una anagnórisi­s, algo que no desmerecía de la sublime cacofonía del poeta español. Tras muchas peripecias, engaños y equívocos, finalmente se encuentran los dos personajes, y entonces: “PAPAGENO: ¡Pa pa pa pa pa!/ PAPAGENA: ¡Pa pa pa pa pa!/ PAPAGENO: ¡PaPagena!/ PAPAGENA: ¡Pa-Pageno!”

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Y es que con estos éxtasis poéticos y musicales de Juan de la Cruz y Mozart se sospecha que la poesía y la música nacieron del no sé qué que quedaron balbuciend­o nuestros más remotos ancestros en la inminencia y el jadeo del encuentro amoroso.

El otro ejemplo del tartamudeo sublime surgió, no de un libro, sino de un disco

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