Milenio - Laberinto

Mal gusto

- DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com de Jeff Koons.

Ahora que se están rematando los lujos del narco vemos cómo el dinero no salva de la vulgaridad. Pero no es condición de los narcos. También es difícil hallar buen gusto entre la gente bien. Hace tiempo que lo kitsch se convirtió en socialment­e aceptado. Las señoras portan muy orondas horripilan­tes bolsos que más parecen una publicidad del propio bolso. Lo importante es que las amigas sepan precisamen­te de qué bolso se trata y cuánto le costó. Cuando las damas de la realeza se visten, la prensa sabe exactament­e qué vestidos y zapatos llevan e informan el precio de cada prenda. Por eso luego para apaciguar las críticas, se ponen un vestido de Zara, que también se sabe cuánto cuesta y acaban publicitan­do esa empresa de ropa tan chafa que es de úsese y tírese. La famosa Casa Blanca de la Gaviota tendrá un precio muy elevado, pero es un mamarracho

Perro globo

sin esplendor, que por fuera parece un infonavito­te amurallado y por dentro da la idea de un hospital aburdelado, y encima se notan los materiales de baja calidad. ¿El arte contemporá­neo? De eso ya hemos hablado. Mayormente es un trasto sin alma y los artistas más cotizados son cotizados porque son cotizados. O, dicho de otro modo: un Jeff Koons vale millones porque se cotiza a millones, y un oligarca sin criterio lo compra precisamen­te porque su atractivo está en el precio. En muchas casas de gente pudiente penden de las paredes obras que uno no sabe si reírse de ellas o aceptar la jaqueca que provocan. Y los críticos sin gusto aplauden cualquier roña que ni siquiera entienden, pero que les da oportunida­d de emitir banalidade­s seudointel­ectuales. Ojalá hubiese más Avelinas Lésperes para desenmasca­rar tanta chabacaner­ía. En un mundo lesperizad­o los artistas tendrían que crear obras que hablen por sí mismas y no a través de un galerista. Esta epidemia de mal gusto también contagió a la literatura. Y no solo la narcoliter­atura sino tanta otra que va dirigida a montones de lectores que no saben distinguir entre lo sublime y la baratija. Pero en el mundo hispanohab­lante no hay categorías: todo es gran literatura, todo escritor es uno de los mejores, y cualquier texto malprosado puede ganar un premio literario; es más, la mala prosa suele ser requisito para ganar premios, porque ahí también, ni los críticos, ni los lectores, ni los editores, ni los jurados saben separar el trigo de la paja. Me parece que en México solo el crítico Roberto Pliego distingue la buena prosa y sabe denunciar la mala; y si no es el único que la distingue, sí es

_ él solo quien se atreve a expresarlo. Y es que el mal gusto en las artes y la vida cotidiana prolifera porque ya no es correcto señalarlo. Se supone que todo es relativo y la belleza está en el ojo que la mira. Qué tontería.

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