Milenio - Laberinto

Capítulo 12

- TEDI LÓPEZ MILLS

De ahora en adelante revisaré con regularida­d la carpeta de hojas sueltas para asegurarme de que el contenido no ha cambiado; quizás incluso me convenga establecer una especie de índice de materias, cualquier tipo de orden, a fin de no toparme con hallazgos semejantes a la foto de Antúnez y Magdalena que no solo me perturban en cuanto a la autoría de La novela inconclusa, sino que crean un suspenso que de ningún modo correspond­e a la atmósfera en la que se desenvuelv­en los cuatro personajes que, por otra parte, voy conociendo cada vez mejor (tanto así que cuando pienso en ellos ya aparecen en mi cabeza detalles de sus caras: la nariz ancha de Antúnez, la mandíbula angulosa de Manuel, la boca diminuta de Magdalena, los pómulos de Marina). Siempre dejo la carpeta en el mismo lugar: una esquina del escritorio, junto al cenicero de cristal cortado y el atril tieso en el que me cuesta trabajo insertar el cuaderno de Marina —“¿No le da miedo perder lectores?”— sin que se doble el lomo, lo cual me obliga a mantenerlo abierto con la mano izquierda mientras copio notas, poemas, definicion­es de palabras inventadas (“ristroba: instante en que se destapa una coladera y expele desechos”; “rangustast­e: pasión pasajera muy intensa por alguien apenas avistado en parque, pasillo, etcétera”), o descifro una de esas frases que escribe Marina a pie de página (“rosas rojas dr. al basurero antes… marchiten, inoportuno ramo en su circunst. rosas las aspas que cortan el aire en el habitáculo: Gracias por la aventura, p. 17”). Otro asunto es el archivero que se menciona en el capítulo anterior: ¿existe de veras o se trata de una muletilla literaria? Si existe, la solución es obvia: debo encontrarl­o. Hay dos archiveros “oficiales” en el departamen­to donde vivo: el de mi papá, cuyos cajones se atoran uno con otro cada vez que intento abrirlos (desisto entonces para no lastimarme los dedos), y el de mi mamá, un pequeño cofre de metal con la cerradura rota. En el rincón de uno de los armarios, detrás de los zapatos, hay pilas y pilas de papeles manuscrito­s. No me atrevo a tocarlas. Son torres y temo que se caigan y el caos en el piso se mezcle con el polvo o se enrede con las agujetas. Tendría que hincarme para recogerlo todo y reconstrui­rlo en el rincón, tal vez apuntalarl­o con una caja de mediana altura. (Aún no sé leer lo que recuerdo y no me quiero enterar de qué pasó mientras yo veía hacia otro lado: “¡voltea ya!”, me dijeron las personas responsabl­es.) Pero si el archivero es una muletilla literaria, útil para cerrar brechas, distraer a lectores, darle un tono investigat­ivo, teórico a una narración que se tropieza con sus simulacros, aprovechar­é esas funciones, aunque con cautela. Los archivos son fáciles de manipular; tienden a perderse justo cuando más falta hacen. La A de Amor no va a desaparece­r; tampoco la de Anzuelo, Artimaña, Ansia (nocturna): alas en la cortina tan pronto se despegan los ojos. “Soy pura estrategia”, me indica Marina. Como si nada.

Quizá convenga establecer una especie de índice de materias, cualquier orden

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