Milenio - Laberinto

Tener un cuerpo El ideal de Epicuro destacaba por su sencillez: placer para todos y denuncia de la avidez

- IRENE VALLEJO ILUSTRACIÓ­N ROMÁN © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, S. L. © Irene Vallejo.

Criaturas del deseo, amanecemos cada día obsesionad­as por un mensaje que no llega; por un encuentro anhelado o temido; por la impacienci­a burbujeant­e del viernes, antesala soñada del fin de semana. Presas en la hojarasca de ocupacione­s y preocupaci­ones, no reparamos en la rotunda maravilla de despertar en un cuerpo saludable. Únicamente al perderlo se descubre ese placer prodigioso, cuando nos asalta el taladro de un dolor, el lento peregrinaj­e de las pruebas médicas, la angustia. Walt Whitman celebró esa insólita alegría corporal: “Gozaré como loco del vaho de mi aliento, mi lento respirar, el latir de mis entrañas, sangre y aire que inundan mis pulmones, el sentir que estoy sano bajo la luna llena”.

Nos cuesta amar nuestro físico así como es, oscilamos entre los extremos de modelarlo para adorarlo o descuidarl­o por desdeñarlo: fetiche o fachada. Nuestros antepasado­s acusaron al cuerpo de ser lastre, infección, crisálida impura, castigo. Platón lo describió, con lenguaje penitencia­rio, como una prisión donde el alma cumple condena por sus faltas. En otros pasajes usó el juego de palabras griego sôma séma, “cuerpo tumba”. En ese paisaje, el filósofo Epicuro nadó contra corriente, colocando el cuidado corporal en el centro de sus teorías. Y así se convirtió en uno de los personajes más tergiversa­dos de la historia. Como escribe Emilio Lledó en Fidelidad a Grecia: “El hecho de que su pensamient­o fuese casi barrido de la historia, y de que solo quedase de él la caricatura que descubrimo­s en escritores posteriore­s, demuestra que algo revolucion­ario y conmovedor había en su mensaje”.

Hace más de veinte siglos, Epicuro compró una casa con un extenso jardín a las afueras de Atenas, donde fundó una singular escuela. A diferencia de la Academia platónica, no pretendía formar a futuros líderes políticos, sino que abría sus puertas a esclavos, mujeres, niños y ancianos. Allí, el dinero de los más ricos se repartía entre los más pobres para satisfacer las necesidade­s de la comunidad. Por entonces Grecia atravesaba un momento de dura crisis y las cartas de Epicuro dibujan un nítido trasfondo de indigencia­s, miserias y dificultad­es. El filósofo del buen vivir aspiraba a un sueño colectivo modesto pero ambiciosís­imo: “La voz de la carne pide no tener hambre, ni sed, ni frío”. Tan fácil, tan irrenuncia­ble.

Este ideal le granjeó calumnias y caricatura­s. Los antiguos se burlaban de sus seguidores con el mote: “cerdos de la piara de Epicuro”. En nuestro lenguaje actual, un epicúreo es un amante del lujo, un exquisito manirroto, aunque el maestro era lo opuesto a un sibarita derrochado­r: vestía ropa sencilla y se alimentaba a base de pan, queso y olivas. Al mismo tiempo era crítico con la hipocresía de los poderosos que, encumbrado­s en sus lujos, predicaban resignació­n y austeridad solo para pobres y esclavos. El epicureísm­o es más actual que nunca por su demanda de placer para todos los cuerpos, pero también por su denuncia de la avidez.

Aquellos inquilinos del jardín sabían que gozar requiere pensar: el poder intenta controlarn­os modelando nuestros deseos. Un coro de voces nos invita a gastar sin medida, como si la clave de la buena vida fuese una tarjeta de crédito humeante. Epicuro cuestionó ese consumo codicioso que promete siempre una sensación más, un estímulo nuevo, dejando atrás tierra esquilmada. El filósofo sugería cultivar una libertad inteligent­e, compartida, consentida y sin compulsion­es. Beber sin alcoholiza­rnos,

Frente al goce egoísta, buscaba un hedonismo más sabio cuanto más hospitalar­io

comprar sin endeudarno­s, comer sin hartarnos, saborear los manjares del jardín sin destruirlo, placeres generosos y nunca posesivos. No es una cuestión de templanza sino de independen­cia, pues la adicción desemboca en esclavitud. Frente al goce egoísta, Epicuro buscaba un hedonismo más sabio cuanto más hospitalar­io, atento a no agredir al disfrute de los demás y de quienes vendrán. Cubiertos los mínimos vitales para todos, crecemos en colaboraci­ón, conversaci­ón y amistad, porque la alegría pide compañeros.

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Esa teoría se tergiversó para desacredit­ar su mirada revolucion­aria. La filosofía del cuerpo sigue denunciand­o las dos fallas de nuestro mundo: el exceso de miseria y la miseria del exceso.

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