Milenio - Laberinto

Altas lecturas

- ALONSO CUETO

LOtros tiempos y otros lectores, otras personas. Pero el mismo vicio entre nosotros

eer siempre es un viaje y leer en un avión es una expresión del paraíso. En un espacio y tiempo infinitos, a miles de kilómetros de altura, sin llamadas telefónica­s ni compromiso­s, con la perspectiv­a de muchas horas por delante, un libro cumple con sus promesas de un modo más cabal que en tierra firme. Está en su ambiente natural.

Pienso en esto sentado en un avión, con Interminab­le amor, una novela de Scott Spencer. El libro cuenta la historia de David, un joven que para mostrar su amor rendido a su novia Jade incendia la casa con ella y sus padres adentro. A partir de entonces, solo buscará volver a verla. La novela se lee muy bien y uno entiende que Joyce Carol Oates dijera de su autor que es un “poeta en celebració­n de Eros”.

A mi lado, hay una señora que está jugando con unas pelotas de colores que se amontonan en la pantalla de su teléfono. Sus ojos van de arriba abajo siguiendo los circulitos que distraen su atención de mamífera complacida. Al lado de ella, su hijo está en una operación similar. Muy bien. Las pelotas son su mundo, después de todo.

Pero al otro lado del pasillo hay un muchacho que está, como yo, leyendo un libro. Me doy cuenta de que probableme­nte somos los únicos lectores en la nave. Me asalta la curiosidad por saber qué libro está leyendo este tipo a mi lado. Puedo adivinar que se trata de la edición de un clásico y eso me parece más insólito todavía.

Recuerdo los años en los que la vista y el cuerpo me permitían leer en los ómnibus, y cuando vivía en Europa en los metros. Leer en un parque sigue siendo una buena posibilida­d. Se trata de un espacio en el que uno también parece estar lejos del mundo.

No olvido sin embargo a un señor que caminaba muy eleganteme­nte vestido por el barrio de mi infancia, con un libro entre las manos. Era asombroso que estuviera leyendo mientras caminaba, dando vueltas al parque. Es probable también que sus piernas supieran de los huecos, las rajaduras y los desniveles del camino, pues nunca parecieron interrumpi­r su lectura. Tenía siempre un libro grueso entre las manos y en una sola ocasión me acerqué a él, para descubrir que en esa ocasión se trataba de Los miserables. Me imagino que las aventuras de Jean Valjean eran mucho más atractivas para él que la posibilida­d de tropezarse y de caerse.

Otros tiempos y otros lectores, otras personas. Pero el mismo vicio instaurado entre nosotros, la misma vocación y la misma búsqueda. Esas luces, ambigüedad­es, revelacion­es, preguntas, esos seres humanos que solo nos pueden dar las palabras en manos de algunos contadores de historias.

El avión aterriza y en la sección de equipajes me encuentro con el joven a quien he visto leer cerca de mí en el avión. Por un momento cruzamos una mirada. A lo mejor nos reconocemo­s como unos cómplices, una secta de fanáticos en vías de extinción. Luego muevo la cabeza de un lado a otro y enfilo hacia la puerta de salida al mundo, donde las cosas se mueven sin sentido, lejos de las palabras.

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