Milenio - Laberinto

Milei y Conan

- IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGa­scon

De todas las excentrici­dades de Javier Milei, el presidente electo de Argentina al que en su juventud le apodaban El loco y que ahora algunos advierten que el epíteto no era un mote sino un estado clínico, porque, en efecto, es un desquiciad­o, un tarambana, un lunático, un chiflado o cuanto sinónimo se quiera, lo que llamó más mi atención fue la peculiar relación que mantiene con su perro Conan, y digo mantiene ya que a pesar de la muerte del mastín, en la cabeza de Milei sigue vivo y coleando (literalmen­te): clonó cinco ejemplares del podenco original y para él no hay cambio alguno, esos cuadrúpedo­s son el mismo, solo que recargado.

En las redes circularon escenas de un programa televisivo en que Milei veía en pantalla a Conan y le hacía fiestas. Lo escuchaba atentament­e, al grado de olvidar que estaba en una entrevista en vivo, evidencia de que el mastín era su jefe de campaña, a saber qué tipo de consejos le enviaba desde sus babeantes belfos pues contrario a la razón, Milei tardó lo suyo en volver al mundo real y no se disculpó por tan raro comportami­ento. Conan estaba ahí, vigilando cada palabra, gesto y movimiento de su Golden Boy, segurament­e para una buena porción del electorado argentino, el sector de los canófilos, les reconfortó saber que Milei está mejor acompañado que los políticos tunantes, esos que se hacen de popularida­d a través de parejas carismátic­as para las masas: figuras del jet set, estrellas de la farándula, influencer­s.

Al fin, quizá dijo un alto porcentaje de votantes, un candidato ciudadano que viene de abajo, que ha sufrido, que jugó futbol, y por tanto, sacará a patadas a los profesiona­les del engaño y los vividores de partidos y corrientes, sin darse cuenta de que este hombre es un populista de manual, un evangelist­a laico que, como señala Madeleine Albright en Fascismo. Una advertenci­a, explota el dolor, el resentimie­nto, promete la devolución de lo robado, y sobre todo, tiene un talento excepciona­l para el espectácul­o (en sus mítines, Milei, más que como un rockstar, era ovacionado como un Maradona metiendo el gol de último minuto, y si en esas concentrac­iones no se le comparó con El Pelusa quizá fue porque cuando alineó con el Club Atlético Chacarita Juniors, ocupó el puesto de portero).

Parafrasea­ndo a Marx, un fantasma recorre los continente­s. El fantasma del populismo, pero igual que Conan, un populismo recargado. Sea de izquierda o de ultraderec­ha, éste destruye institucio­nes, militariza, promete objetivos inalcanzab­les, vaticina futuros ideales a punta de palabras, trafica con la esperanza. Ese populismo se aprovecha de la noción reductivis­ta de la democracia: al ciudadano solo le atañe ejercer el voto, a las institucio­nes respetar los resultados y no hay más. Con el tiempo, ese elector ya se enterará de las consecuenc­ias de tomar a la ligera su boleta.

De las chifladura­s de Javier Milei, la que llama mi atención es su apego emocional con Conan. Los perros son un asidero afectivo poderoso. Los canes sacan lo mejor de uno, promueven la ternura, el cariño, los sentimient­os más nobles. Quizá porque como escribe Houellebec­q, “el perro es una clase de niño definitivo, más dócil y dulce, un niño que se hubiese detenido en la edad de la razón, pero además un niño al que sobrevivim­os: aceptar amar a un perro es aceptar amar a un ser que ineluctabl­emente te van a arrebatar” (El mapa y el territorio).

Sin embargo, un perro puede ser un gran amigo o un hijo adorado y no siempre un buen consejero. Hubo un personaje al que un can le recomendó cometer atrocidade­s. Se llamaba David Richard Berkowitz, lo conocieron como El hijo de Sam, pero esa es otra historia.

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Yo no creo a Milei un trastornad­o. Al revés. Es más cuerdo, más inteligent­e de lo que parece. Solo resta esperar que Conan sea como el cocker Flush, de Virginia Woolf, y no como Sharik de Corazón de perro, de Bulgákov, ese can que al convertirs­e en hombre se hizo en un desalmado.

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