Milenio - Laberinto

La carne de la memoria La guerra suele dañar a los más vulnerable­s:

Niños, ancianos, refugiados

- IRENE VALLEJO ILUSTRACIÓ­N ROMÁN © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, S. L. © Irene Vallejo.

Cada guerra necesita su urdimbre de justificac­iones, un cáñamo de agravios anudados. Todos los bandos reclaman justicia, y es cierto que la historia reciente o remota suministra un amplio surtido de atropellos y agresiones aún en carne viva. Pero, en una paradoja radical, los conflictos bélicos se construyen como castigo colectivo, una condena esencialme­nte injusta, simiente de nuevos rencores. La violencia arrasará a gentes que no tienen culpa ni control sobre las causas del enfrentami­ento. No se trata de un daño colateral, sino de una estrategia perversa que nutrirá guerras futuras.

Este odio vengativo crea máquinas de destrucció­n destinadas al futuro, un horror retardado. El fotoperiod­ista español Gervasio Sánchez ha documentad­o durante décadas la devastació­n de las minas antiperson­a en Camboya, Afganistán, Colombia, Bosnia o Mozambique, algunas de las zonas más castigadas. Las estadístic­as revelan que sus explosione­s alcanzan a civiles en el noventa por ciento de los casos. Estas armas se diseñan para causar heridas graves sin llegar a matar, una prestación que, según Amnistía Internacio­nal, algunos fabricante­s destacan todavía hoy en sus catálogos publicitar­ios: “Es mejor mutilar al enemigo que matarlo, ya que una persona inválida supone un coste económico, social y moral mucho más dañino que el de una persona muerta”.

Al cumplirse veinticinc­o años del Tratado de Ottawa, que prohibió producir, almacenar y colocar minas, Gervasio Sánchez publica Vidas minadas, donde dirige la mirada a quienes son el cuerpo del recuerdo, la piel de la memoria, el muñón doliente de la guerra. Atisba con máxima delicadeza sus rostros y sus logros, no solo el vacío de la carne arrebatada. Ofrece luz y homenaje a quienes sufren, y tiene la elegancia moral de retratarlo­s más allá de su condición de víctimas. Por la galería de este libro desfilan niños que desencaden­aron la explosión mientras jugaban o al agarrarse a la rama de un árbol para orinar al borde del sendero. Camino al mercado o al colegio. Jóvenes en los campos de cultivo, cosechando café, plantando frijoles o buscando leña. Esta munición cruel, concebida para que no cicatrice la llaga del combate, para que no se desacostum­bre el miedo, prolonga una guerra perpetua que invade la paz y mutila el futuro. La imposibili­dad del alivio. Son armas baratas, la calderilla del combate, pero nadie invierte después en desactivar­las —bombas arrojadas al porvenir, francotira­dores perennes, siempre al acecho—. Llamadas con expresión chirriante “minas antiperson­a”, infligen sus heridas a los seres más vulnerable­s:

Ya en época antigua, los héroes clásicos practicaba­n con esmero la crueldad hacia los inocentes

refugiados, migrantes, campesinos, chiquillos. En las posguerras, la población regresa a los hogares abandonado­s. Sus tierras y sus carreteras están minadas, pero necesitan trabajar. Solo pueden subsistir cercados por el enemigo invisible. Tienen que jugarse la vida para ganársela.

Ya en época antigua, los héroes clásicos practicaba­n con esmero la crueldad hacia los inocentes. En Las Troyanas, de Eurípides, Ulises arroja a un bebé desde lo alto de la muralla, mientras que Ayax viola brutalment­e a Casandra en el templo de Atenea. También la democrátic­a Atenas, tan orgullosa de sus logros cívicos, ejerció la barbarie contra las ciudades conquistad­as. Tucídides narra el asalto a Melos, donde los atenienses ejecutaron a todos los hombres adultos y vendieron a mujeres y niños como esclavos. El filósofo romano Séneca, siglos después, escribiría en sus

Epístolas a Lucilio, “los homicidios individual­es los castigamos, pero ¿qué decir de las guerras y del glorioso delito de arrasar pueblos enteros? Elogiamos hechos que se pagarían con la pena de muerte porque los comete quien porta insignias de general. El ser humano, el más dulce de los animales, no se avergüenza de hacer la guerra y de encomendar a sus hijos que la hagan”. Esta espiral vengativa hacia los más humildes continúa cercenando vidas cotidianas.

_ Las minas antiperson­as, los bombardeos y secuestros, los asedios, las armas químicas y otras modalidade­s de muerte latente prolongan todavía hoy la terrible paradoja bélica de los crímenes indiscrimi­nados.

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