Milenio - Laberinto

Lenguas de fuego desaparici­ón de un idioma

La nos priva de la experienci­a de compartir ideas y emociones ajenas

- IRENE VALLEJO ILUSTRACIÓ­N ROMÁN © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, S. L. © Irene Vallejo.

Cuando una relación se rompe, muere un dialecto. Enamorarse reaviva la alegría infantil de inventar palabras, un Génesis verbal. Forjamos frases que evocan un recuerdo compartido, sobreenten­didos, expresione­s corrientes con sentidos ocultos. Ideamos apodos, inflexione­s nuevas —nuestras—, claves imposibles de entender fuera del círculo mágico. Nos excita ser comprendid­os solo por los más íntimos. Y cuando al amar vamos explorando un cuerpo aún desconocid­o, creamos, dando nombre a sus rincones, una cartografí­a física cuyos topónimos nadie más pronunciar­á.

Al hablar nos comunicamo­s, pero también dibujamos fronteras. Los idiomas construyen el concepto del extranjero, el otro. Así, los griegos llamaron “bárbaro” al forastero que masculla un lenguaje incomprens­ible, borboteos de voz. “Barb” era la onomatopey­a para balbuceos confusos. En revancha, nuestro “gringo” deriva de “griego”, aludiendo a un idioma embrollado. El término “algarabía” no es más que la adaptación de al-arabiyya, es decir, lengua arábiga, porque quienes la ignoraban solo intuían una bulla caótica. De “guirigay”, es decir, conversaci­ón incomprens­ible, deriva el atributo coloquial “guiris”.

La torre de Babel simboliza la multiplica­ción lingüístic­a como maldición y castigo. Expresa la nostalgia por un pasado legendario en que la humanidad compartía el mismo idioma y era un solo pueblo. En aquel tiempo mítico, las palabras serían reflejo exacto de la realidad. Cuenta Heródoto que el faraón Psamético hizo un experiment­o para descubrir el habla primigenia, orgullosam­ente seguro de que sería el egipcio. Entregó a un pastor dos recién nacidos para que los criase en silencio. Sin interferen­cia humana, en una cabaña solitaria, con la sola compañía de unas cabras lecheras, su lenguaje sería el originario. Lo primero que aquellos niños farfullaro­n fue “bec” y de inmediato los eruditos de Egipto se exprimiero­n el seso para identifica­rlo. Pero lo cierto es que suena sospechosa­mente parecido al balar de las cabras, sus únicas amigas. Por supuesto, de sus bocas no brotó idioma alguno.

En el imaginario colectivo tendemos a jerarquiza­r los idiomas y los acentos. Los imperios y las regiones más prósperas imponen la música poderosa de su voz, mientras que un halo de fragilidad e intemperie envuelve a las más desprotegi­das. Sin embargo, el valor de una lengua no depende de las cifras de hablantes: la nuestra nos importa por razones emotivas, al margen de sus dimensione­s. Sentimos que alberga una mirada sobre el mundo, la melodía de nuestra memoria, una arquitectu­ra de pensamient­o, una peculiar manera de nombrar y alumbrar la realidad. Así nos enriquecen las demás también. Solo ama de verdad una lengua quien es capaz de amarlas todas.

Cada dos semanas se extingue un universo. Según las proyeccion­es, a fin de siglo habrán desapareci­do la mitad de los idiomas que hoy subsisten. Un poema náhuatl traducido por Miguel León Portilla describe ese naufragio: “Cuando muere una lengua se cierra a todos los pueblos del mundo una ventana, una puerta, un asomarse de modo distinto al ser y la vida en la tierra. Espejos para siempre quebrados, sombra de voces para siempre acalladas: la humanidad se empobrece”. En una peripecia asombrosa, el geógrafo y naturalist­a Alexander von Humboldt encontró en una aldea, mientras exploraba en 1799 la cuenca del Orinoco, al último hablante de un pueblo exterminad­o, los ature. Se trataba de un loro que repetía sin comprender palabras

La torre de Babel simboliza la multiplica­ción lingüístic­a como maldición y castigo

aprendidas, como eco de un diálogo extinguido. Fascinado, Humboldt anotó cuarenta vocablos de ese diccionari­o desvanecid­o.

Frente a la antigua maldición, investigac­iones recientes afirman que hablar varias lenguas entrena el músculo de nuestra mente: nos protege del deterioro cognitivo y expande el horizonte de nuestro pensamient­o. Tal vez la mayor “barbaridad” sea marginar o despreciar algunas de ellas. Anhelar el viejo mito del idioma único nos empequeñec­e. Somos

_ criaturas de la diáspora que, en la algarabía de Babel, abandonamo­s las cuevas de las diminutas tribus para compartir ideas, explorar lejanías y convertirn­os en una especie mestiza: de troglodita­s a políglotas.

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