Tario esencial
La rareza implícita en su obra es la de toda gran literatura: la que, para ser tal, crece rompiendo el cauce de la normalidad y salta a los precipicios de la imaginación
D esde hace ya varios años, Alejandro Toledo viene socavando la rareza — ensalzada por todos, redescubierta siempre— de Francisco Tario. Lo viene haciendo de a poco, pero de forma muy consistente y en el terreno que menos afortunado resultó para el autor de La noche: el editorial, ámbito voluble, frecuentemente inaccesible, manipulado y manipulador, pero que es a fin de cuentas donde una obra se da a conocer. La de Tario, como todos sabemos, se divulgó de modo precario y con una recepción aún más pobre. Por suerte, nuestro gran autor no precisaba del éxito de sus libros para sobrevivir; indiferente al destino comercial de ellos, apostó más por su realización última: los lectores, pocos durante mucho tiempo, pero siempre de calidad. Por esto obtuvo el reconocimiento y amistad de figuras como José Luis Martínez y Octavio Paz.
Así que Toledo se ha convertido en uno de los más importantes promotores de este no solo merecido sino urgente regreso de Francisco Tario a las librerías. Merecido por la calidad irreprochable de su obra fantástica y aun de aquella en donde incursiona en el aforismo o en el relato más “convencional” (donde sea que esto se encuentre en sus trabajos).
Urgente, porque el mercado mexicano se ha inundado de un tipo de ficción que, de tan “cercana” a la realidad, ha terminado por alejárnosla malamente, torciéndola y abriendo de paso las puertas a un todavía más deleznable subgénero: el “periodismo narrativo”, que, al venir supuestamente del camino inverso (“los hechos”), no ha podido sino configurar toda clase de posverdades (o “hechos alternativos”, como prefieran).
En ese panorama literario y editorial, la obra fantástica de Tario viene a ser mucho más que un respiro: un auténtico bosque que oxigena la ciudadela de las letras nacionales.
Iniciado el camino de las obras completas de Tario, cuya espléndida edición corre a cargo del Fondo de Cultura Económica, Toledo sabía que había que proponer a los lectores un acercamiento más inmediato en otra obra, Francisco Tario. Antología, cuya edición ha hecho posible Cal y Arena con un magnífico prólogo de Esther Seligson, profunda conocedora del tema.
Hacer una antología que determine lo indispensable de un autor esencial no es cosa fácil. Hace falta un conocimiento amplio, al grado de poseer una especie de taxonomía de la obra total para luego, con el mayor rigor crítico, separar diversas partes a las que, quizás más adelante, el lector tendrá interés y oportunidad de acceder, dejándonos solamente con el corpus central.
Este escritor medular es el que nos ofrece Toledo restándole la rareza editorial y de culto que por años tuvo, pero preservó toda su originalidad literarias. No hay contradicción alguna: rescatar su obra reeditándola y antologándola hace a Tario menos raro en las librerías y deja incólume el extrañamiento fantástico que estructura todo su trabajo.
La rareza implícita en la obra de Tario es la de toda gran literatura: la que, para ser tal, crece rompiendo el cauce de la normalidad y salta a los precipicios de la imaginación, del sueño.
El Tario sustantivo que nos propone esta antología nos revela cómo la realidad pide auxilio a la fantasía para ser comprendida cabalmente. Así, tras los antropófagos, los féretros que piensan con quién reposarán en el cementerio o las gallinas que maldicen su destino, hay un grito que implora una visión distinta sobre el mundo que creemos conocer. Tario hizo manifiesto su propósito de escribir desde el lado oscuro e impredecible de la fantasía, y lo hizo, indiscutiblemente, a través del personaje de “La noche de los cincuenta libros”, tan certero en definir qué escribiría: “Libros que paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñarán la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquier otra fe o mito. Libros, en fin, que estrangulen las conciencias, que aniquilen la salud, que sepulten los principios y trituren las virtudes. Exaltaré la lujuria, el satanismo, la herejía, el vandalismo, la gula, el sacrilegio: todos los excesos y las obsesiones más sombrías, los vicios más abyectos, las aberraciones más tortuosas... Nutriré a los hombres de morfina, peste y hedor”. ¿Lo consiguió? No más en la parte truculenta como en la estrictamente fantástica, como demuestra esta antología que, estoy seguro, Francisco Peláez, mejor conocido como Francisco Tario, juzgaría ejemplar, especialmente para insistir en la respuesta simple y juguetona que dio en Equinoccio a la pregunta de ¿por qué escribo?: “Pues escribo por si a alguien se le ocurriera alguna vez seguir este camino”.