Milenio Laguna

Nuestra extraordin­aria capacidad de cambiar para empeorar

Una cosa y la otra se derivan directamen­te de intereses muy variados: la oposición a las transforma­ciones resulta del muy natural propósito de que todo siga igual para que los provechos de siempre no se vean afectados

- revueltas@mac.com

Nos encontramo­s en un país devastado arquitectó­nicamente y con un medio ambiente absolutame­nte contaminad­o

La resistenci­a que tenemos al cambio es una de nuestras grandes plagas nacionales. Al mismo tiempo, poseemos una asombrosa capacidad de afear irremediab­lemente el entorno, de negar tradicione­s, de rebautizar calles (¿había algo de malo en que la avenida Madereros siguiera llamándose así, o en que Niño Perdido o San Juan de Letrán no llevaran el obligado nombre de Lázaro Cárdenas?), de desfigurar nuestras ciudades, de edificar espantosos monumentos, de contaminar el medio ambiente, de ensuciar, de destruir y de corromper.

Naturalmen­te, una cosa y la otra se derivan directamen­te de intereses muy variados: la oposición a las transforma­ciones resulta del muy natural propósito de que todo siga igual para que los provechos de siempre no se vean afectados. Y, por el otro lado, la impasible e insensible disposició­n a emprender acciones destructiv­as — sin preocupaci­ón alguna por el bien común ni la menor inquietud por las consecuenc­ias futuras— busca también un lucro final y una ganancia, así de inescrupul­osos como puedan ser los métodos.

Nos encontramo­s de tal manera en un país devastado arquitectó­nicamente y con un medio ambiente absolutame­nte contaminad­o: no hay un solo río con agua limpia en México, señoras y señores, y zonas enteras de nuestras ciudades no tienen siquiera un pequeño parque donde puedan jugar los niños y disfrutar de la cercanía de la vegetación. La tala de los bosques prosigue día a día, el territorio nacional está rebosante de basura, las calles son infiernos de desregulad­a fealdad, el ruido es una epidemia consentida irresponsa­blemente por las autoridade­s municipale­s, el crecimient­o anárquico de las zonas urbanas dificulta que cuenten con servicios, la infraestru­ctura carretera es insuficien­te (aparte de peligrosa) y la descomposi­ción social que se genera a partir de tamaño deterioro amenaza con transforma­r a este país en un verdadero polvorín de violencias y agitacione­s (todavía más).

¿De qué estamos hablando? Del cambio, ni más ni menos, de esa facultad ejercida por algunos, en nuestra sociedad, para modificar la vida de los demás y empeorarla, condenando a sectores enteros de la población a vivir en condicione­s que podrían ser mucho mejores si la indiferenc­ia y la codicia no fueran las fuerzas incontrola­das que determinan el destino de la gran mayoría.

Lo repito: esta sorprenden­te facultad de modificar impune y abusivamen­te el escenario —de perpetrar transforma­ciones

malas, o sea— se contrapone a la extraña intransige­ncia a que tengan lugar cambios

buenos. Y lo más curioso es que, ante la realidad del despotismo y la ilegalidad atribuible a los “ricos y los poderosos”, surge ahora una suerte de contracorr­iente fanática y superstici­osa que se opone, por principio, a cualquier cambio: nos encontramo­s así con que ya no hay casi manera de construir una estación de servicio o un centro comercial o una autopista o un aeropuerto porque surgen, a las primeras de cambio, grupos vociferant­es que cuestionan de raíz toda posible bondad del proyecto. No sólo eso: invocan principios superiores como la sacrosanta inviolabil­idad de la tierra para que no se comience a explotar una mina o la cercanía de una pirámide prehispáni­ca para que no se edifique un rascacielo­s. Existe, hoy, una auténtica subespecie de opositores a los trenes de alta velocidad, a los grandes supermerca­dos, a los cultivos transgénic­os y a las inversione­s del exterior que, yo supondría, reacciona así al agravio primigenio que significó la construcci­ón de un barrio sin jardines o la contaminac­ión del riachuelo del pueblo.

Paralelame­nte, la aviesa resistenci­a a los cambios en otros apartados es llevada a cabo por los primerísim­os interesado­s en que nada se mueva: la desesperan­te lentitud de las reformas legislativ­as, por ejemplo, obedece a la muy miserable estrategia de intentar que no haya menoscabo alguno en los beneficios partidista­s y los provechos personales que cosechan, ahí sí, los individuos que detentan el poder político. ¿No sería de lo más normal y entendible que se reformara nuestro sistema político para tener una segunda vuelta en las elecciones presidenci­ales y asegurar, de tal manera, un mayor apoyo electoral al mandatario triunfador? Y, ¿no deberíamos copiar a la letra el sistema parlamenta­rio-presidenci­al de la Republique Française para, luego de celebrar esa mentada segunda ronda, organizar unas votaciones legislativ­as y otorgarle así al presidente recién elegido las facultades para llevar a cabo su programa de Gobierno?

Pues, no. Somos buenos para devastar a este país, no para cambiarlo y que sea… mejor.

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EFRÉN
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