El (muy) largo camino de la democracia
Pues, ¿qué esperaban, oigan? ¿Que en un país como éste, carcomido por una escandalosa corrupción, marcado fatalmente por el signo de la impunidad, azotado por una violencia escalofriante, atiborrado de rateros, desfigurado por la inescrupulosa voracidad de los especuladores inmobiliarios, rebosante de basura, privado de la más básica justicia y devastado ambientalmente — entre otros de los males reseñables en el primer párrafo de cualquier columna periodística—, que en un país como éste, repito, los modos de la democracia fueran excepcionalmente transparentes y ejemplares? Y es que, por si fuera poco, el botín es irresistiblemente codiciable: tanto, que no sólo los partidos sino los propios candidatos están dispuestísimos a gastar ingentes cantidades de dinero para engatusarnos a los indiferentes votantes y lograr que les otorguemos, en las urnas, la facultad suprema de que sigan saqueando y desgobernando a México.
Todo esto resulta muy desalentador y pareciera resultar de esa visión tan nocivamente catastrofista que tienen millones de mexicanos incapaces de reconocerle ya bondad alguna a nuestro sistema político y de otorgar la más mínima legitimidad a las instituciones de la República. Y, de ahí, de desacreditar e invalidarlo todo de un plumazo, sin hacer diferencias ni advertir matices, a desear un mundo donde la realidad completa se reconstruye de cero gracias al advenimiento de un líder providencial — el Trump de turno, o sea—, no hay más que un paso: el profundísimo desencanto de la gente lleva a que ocurran esas grandes transformaciones en las que, desafortunadamente, las cosas terminan siendo mucho peores porque los emisarios de la salvación nacional nunca se contentan con gobernar como cualquier hijo de vecino — como un Peña que se va al cumplir su mandato, como un Zedillo, un Obama o una Bachelet— sino que, al sentirse investidos de una misión suprema, se eternizan en el poder y, de paso, suprimen nuestras libertades.
Más bien, nuestro descontento debiera estar dirigido a construir, no a derribarlo todo. Nuestra inconformidad tendría que estar orientada a consolidar, a fortalecer el entramado institucional de una nación que, a pesar de todos los pesares, está mucho mejor que hace dos décadas.
Esto es un camino. Un recorrido muy trabajoso en la senda del proceso civilizatorio. Ojalá que nunca lo olvidemos.