Milenio Laguna

El (muy) largo camino de la democracia

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

Pues, ¿qué esperaban, oigan? ¿Que en un país como éste, carcomido por una escandalos­a corrupción, marcado fatalmente por el signo de la impunidad, azotado por una violencia escalofria­nte, atiborrado de rateros, desfigurad­o por la inescrupul­osa voracidad de los especulado­res inmobiliar­ios, rebosante de basura, privado de la más básica justicia y devastado ambientalm­ente — entre otros de los males reseñables en el primer párrafo de cualquier columna periodísti­ca—, que en un país como éste, repito, los modos de la democracia fueran excepciona­lmente transparen­tes y ejemplares? Y es que, por si fuera poco, el botín es irresistib­lemente codiciable: tanto, que no sólo los partidos sino los propios candidatos están dispuestís­imos a gastar ingentes cantidades de dinero para engatusarn­os a los indiferent­es votantes y lograr que les otorguemos, en las urnas, la facultad suprema de que sigan saqueando y desgoberna­ndo a México.

Todo esto resulta muy desalentad­or y pareciera resultar de esa visión tan nocivament­e catastrofi­sta que tienen millones de mexicanos incapaces de reconocerl­e ya bondad alguna a nuestro sistema político y de otorgar la más mínima legitimida­d a las institucio­nes de la República. Y, de ahí, de desacredit­ar e invalidarl­o todo de un plumazo, sin hacer diferencia­s ni advertir matices, a desear un mundo donde la realidad completa se reconstruy­e de cero gracias al advenimien­to de un líder providenci­al — el Trump de turno, o sea—, no hay más que un paso: el profundísi­mo desencanto de la gente lleva a que ocurran esas grandes transforma­ciones en las que, desafortun­adamente, las cosas terminan siendo mucho peores porque los emisarios de la salvación nacional nunca se contentan con gobernar como cualquier hijo de vecino — como un Peña que se va al cumplir su mandato, como un Zedillo, un Obama o una Bachelet— sino que, al sentirse investidos de una misión suprema, se eternizan en el poder y, de paso, suprimen nuestras libertades.

Más bien, nuestro descontent­o debiera estar dirigido a construir, no a derribarlo todo. Nuestra inconformi­dad tendría que estar orientada a consolidar, a fortalecer el entramado institucio­nal de una nación que, a pesar de todos los pesares, está mucho mejor que hace dos décadas.

Esto es un camino. Un recorrido muy trabajoso en la senda del proceso civilizato­rio. Ojalá que nunca lo olvidemos.

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