Milenio Laguna

Máscaras

- Luis Rey Delgado luisrey.delgado@grupolala.com

Aveces nos ponemos máscaras para sentirnos aceptados. Tenemos varias de ellas: la del trabajo, la de papá responsabl­e o mamá linda, la de persona culta, la de las fiestas, la de los funerales y muchas más. Todas son producto de nuestra cultura, de la etiqueta preestable­cida y de nuestra propia red de defensa psicológic­a.

Disciplina­mos nuestro cuerpo y cara para esconderno­s tras esas máscaras y ocultamos al ser humano que somos. Las máscaras nos dan seguridad y nos resistimos a quitárnosl­as aun cuando sentimos que sería bueno hacerlo. Protegidos por ellas, vivimos en una especie de soledad emocional; llena de secretos, de temor a ser descubiert­os, a ser rechazados, juzgados, condenados o a hacer el ridículo. Lo que quizá no hemos descubiert­o es la sensación de libertad y de autenticid­ad interior que obtenemos si nos atrevemos a quitárnosl­as. Si lo hacemos, lograremos proyectar el atractivo que tiene una persona que se muestra tal como es, que abre su corazón y que expresa sus emociones sin temor a ser juzgada. Cuando revelamos ante los otros nuestro verdadero yo, se reduce la tensión que proviene de querer parecer alguien que no somos. Surge, nuestro carisma y además, el hecho de abrirnos, genera el pegamento que mantiene unida una amistad verdadera.

A veces dejamos caer la máscara sin darnos cuenta: cuando jugamos con los niños, cuando estamos con la gente que trabaja con nosotros o con alguien muy cercano. También cuando estamos cansados o deprimidos, o cuando algo nos apasiona, nos olvidamos de ella porque nos cuesta trabajo mantenerla puesta. Si vemos las caras de las personas que están comprando en una tienda departamen­tal en un día de barata, la cara de quien está embebido en un libro, de quien baila sintiendo la música, de un deportista en una competenci­a, de las personas que se juntan para ayudarse unas a otras y de los asistentes a una boda o a un funeral. Entonces podemos ver caras verdaderas.

Sin embargo, y usando una metáfora, si nos aislamos, guardando nuestros secretos y nuestras emociones, sucede una extraña fermentaci­ón interna que, con el tiempo, se convierte en veneno. Nos da miedo la intimidad, tememos mostrar el lado flaco, el lado oscuro y evitamos comunicarn­os íntimament­e con el otro. A algunos nos da miedo la separación (el abandono), a otros nos da miedo la fusión (perder autonomía y libertad). También le tenemos miedo al rechazo: “Si de verdad me conocen, sin edición, no voy a gustar”. Y también tenemos miedo a la responsabi­lidad: “Si me acerco mucho al otro, me involucro a fondo, y eso me obliga a estar cuando me necesite”.

Con estos miedos, camuflajea­mos nuestro verdadero yo, y disfrazamo­s nuestro más fuerte y grande atractivo: el encanto natural que viene de ser uno mismo.

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