Máscaras
Aveces nos ponemos máscaras para sentirnos aceptados. Tenemos varias de ellas: la del trabajo, la de papá responsable o mamá linda, la de persona culta, la de las fiestas, la de los funerales y muchas más. Todas son producto de nuestra cultura, de la etiqueta preestablecida y de nuestra propia red de defensa psicológica.
Disciplinamos nuestro cuerpo y cara para escondernos tras esas máscaras y ocultamos al ser humano que somos. Las máscaras nos dan seguridad y nos resistimos a quitárnoslas aun cuando sentimos que sería bueno hacerlo. Protegidos por ellas, vivimos en una especie de soledad emocional; llena de secretos, de temor a ser descubiertos, a ser rechazados, juzgados, condenados o a hacer el ridículo. Lo que quizá no hemos descubierto es la sensación de libertad y de autenticidad interior que obtenemos si nos atrevemos a quitárnoslas. Si lo hacemos, lograremos proyectar el atractivo que tiene una persona que se muestra tal como es, que abre su corazón y que expresa sus emociones sin temor a ser juzgada. Cuando revelamos ante los otros nuestro verdadero yo, se reduce la tensión que proviene de querer parecer alguien que no somos. Surge, nuestro carisma y además, el hecho de abrirnos, genera el pegamento que mantiene unida una amistad verdadera.
A veces dejamos caer la máscara sin darnos cuenta: cuando jugamos con los niños, cuando estamos con la gente que trabaja con nosotros o con alguien muy cercano. También cuando estamos cansados o deprimidos, o cuando algo nos apasiona, nos olvidamos de ella porque nos cuesta trabajo mantenerla puesta. Si vemos las caras de las personas que están comprando en una tienda departamental en un día de barata, la cara de quien está embebido en un libro, de quien baila sintiendo la música, de un deportista en una competencia, de las personas que se juntan para ayudarse unas a otras y de los asistentes a una boda o a un funeral. Entonces podemos ver caras verdaderas.
Sin embargo, y usando una metáfora, si nos aislamos, guardando nuestros secretos y nuestras emociones, sucede una extraña fermentación interna que, con el tiempo, se convierte en veneno. Nos da miedo la intimidad, tememos mostrar el lado flaco, el lado oscuro y evitamos comunicarnos íntimamente con el otro. A algunos nos da miedo la separación (el abandono), a otros nos da miedo la fusión (perder autonomía y libertad). También le tenemos miedo al rechazo: “Si de verdad me conocen, sin edición, no voy a gustar”. Y también tenemos miedo a la responsabilidad: “Si me acerco mucho al otro, me involucro a fondo, y eso me obliga a estar cuando me necesite”.
Con estos miedos, camuflajeamos nuestro verdadero yo, y disfrazamos nuestro más fuerte y grande atractivo: el encanto natural que viene de ser uno mismo.