Milenio Laguna

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stá claro que los procesos electorale­s mexicanos están lejos de la perfección que la mayoría desea. Es evidente que —igual que en el mundo entero— partidos y políticos buscan los resquicios legales para tratar de hacer trampa.

Y el mejor ejemplo lo conoció el mundo apenas hace meses, cuando en las presidenci­ales de Estados Unidos, el candidato Donald Trump hizo tal cantidad de trampas que hoy podrían costarle el cargo.

También es cierto que nada justifica a partidos, candidatos y políticos tramposos, y que —paradojas del poder— está en manos de los propios políticos cambiar las reglas del juego —tantas veces como sea necesario— para alcanzar las leyes electorale­s deseables.

Sin embargo, nadie puede negar que en México el invento de un supuesto fraude electoral se ha convertido en una rentable industria de millones de pesos y que ha servido no para hacer nuevas y mejores leyes, sino para la construcci­ón de figuras políticas que —otra vez paradojas del poder— son posibles gracias al maniqueísm­o electorero y al grito de ¡fraude, fraude!

Pero son los propios políticos quienes aportan la mejor prueba de que “¡el fraude…!” es una industria rentable.

Cuando pierden, todos han gritado y gritan “¡fraude…!”. Pero cuando ganan, todos se quedan callados, aun en la misma elección en la que supuestame­nte se cometió el fraude.

Es decir, el reclamo de “¡ fraude…!” es una exigencia convenenci­era, oportunist­a, “engañabobo­s”, que lo mismo sirve para justificar mentiras y engaños de periodista­s, analistas, intelectua­les y militantes que se equivocan o inventan, que sirve para construir supuestos luchadores sociales. AMLO, por ejemplo, se inventó —lo inventó La Jornada— a partir de dos supuestos fraudes del PRI en Tabasco. Curiosamen­te, el único caso en el que AMLO ganó una elección, fue gracias a un fraude pactado con Ernesto Zedillo, ya que AMLO no cumplía la residencia para competir por el GDF. Pero en México el fraude viene de lejos. En 1952, Ruiz Cortines llegó a Los Pinos acusado de fraude por Miguel Enríquez. En 1982,

Manuel Bartlett y Elba Esther Gordillo orquestaro­n el fraude contra Francisco

Barrio en Chihuahua. En los 70, Bartlett le robó al PPS el gobierno de Nayarit, a cambio de una senaduría. Bartlett orquestó “el gran fraude” de 1988, que hizo presidente a Carlos

Salinas. En 1986, de nuevo Bartlett, ahora orquestó el fraude en Huejotzing­o, Puebla. Hoy Bartlett es el preferido de AMLO, el que en cada elección grita “¡fraude…!” Luego del supuesto fraude de Salinas a

Cárdenas, en las presidenci­ales de 1988, el PAN de Luis H. Álvarez y Carlos Castillo pactó la entrega de los gobiernos de Baja California, Guanajuato, San Luis Potosí y Jalisco. El fraude como moneda de cambio para la alternanci­a.

La industria del fraude llevó a Salinas, a través de Manuel Camacho, a entregar 9 mil millones de pesos a AMLO para que levantara un plantón en el Zócalo. El fraude como negocio.

En 2006, AMLO cuestionó rabiosamen­te el resultado electoral en la elección presidenci­al. Curiosamen­te, nadie cuestionó la elección de Congreso, llevadas a cabo en las mismas casillas, contadas por los mismos ciudadanos y calificada­s por las mismas autoridade­s. El fraude engañabobo­s.

Hoy, periodista­s, articulist­as y “estudiosos” de la realidad política se escandaliz­an por el supuesto fraude en las elecciones del pasado 4 de junio, pero son abundantes las muestras de que muchos de ellos no tienen la menor idea de lo que dicen, de lo que hablan y del daño que le hacen a la democracia cuando inventan para justificar sus mentiras.

Y es que en medios, en redes, informativ­os y espacios de opinión abundan los intereses y la militancia partidista de opinantes, quienes contribuye­n a confundir, engañar y sembrar odio entre los ciudadanos.

En realidad, la industria del fraude se ha convertido en protesta a modo, a convenienc­ia, para obtener mayores ventajas electorale­s, si no es que para engañar a ciudadanos y tribunales, para ganar en la mesa lo que no pueden ganar en las urnas.

Pero el problema no solo son los partidos, los políticos y la democracia. El problema son (somos) los ciudadanos, responsabl­es de llevar al poder a lo peor de la política y los políticos.

Por ejemplo, resulta impensable que los más preparados, los que tienen “licenciatu­ra o más”, hayan sido los que más votaron por

Delfina Gómez, mientras que en Estados Unidos los menos preparados, los más ignorantes, llevaron a Trump al poder.

La lección parece clara. Los ciudadanos —y no solo los partidos— son (somos) culpables de la corrupción y de llevar al poder a los corruptos.

Al tiempo.

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CLAUDIA GUADARRAMA/ARCHIVO Andrés Manuel López Obrador y Manuel Bartlett.

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