Milenio Laguna

Maria la del Bar

Se nos fue el rey de la telenovela rosa y responsabl­e de la educación sentimenta­l de toda una generación de mexicanos, quienes lloraron con las desventura­s de Chispita y Colorina. Pero antes de partir dejó una idea para su último culebrón, para ver si al

- Fin

María es una mujer jorobada y cojita que trabajaba en Las Américas, el bar más sucio y vulgar de la Ciudad de México. También ahí dormía, entre cucarachas y botellas vacías de Viejo Vergel. Los parroquian­os apenas la volteaban a ver pues ella era la encargada de limpiar las cascaritas de los cacahuates de las mesas. Su patrón, don Elpidio, le pagaba con los pedazos de tortilla seca que dejaban los clientes.

La única persona que platicaba con María la del Bar era el cantante del lugar, Horacio, un godínez que sacaba una lana extra cantando canciones de José José y Napoleón. Horacio veía a María con simpatía, y a veces hasta le sobaba su jorobita cuando hacía frío. Si le iba bien con las propinas, los viernes la sorprendía con una gordita de chicharrón prensado.

Un día que no estaba don Elpidio, mientras María limpiaba la barra con un trapo que olía a huevo, entró a Las Américas un hombre apuesto, barbado como vikingo, con una camisa que marcaba sus poderosos pectorales: era Jerry Limantour, un joven de la Condesa que, por azares del destino, se guareció ahí de la tormenta atípica que azotaba la capital. María no daba crédito a lo que veían sus ojos lagañosos: no se parecía en nada a los borrachos mugrosos y vomitados que frecuentab­an el lugar. Como en un sueño, Jerry se acercó a ella con paso fi rme y, dejando ver su sonrisa perfecta, le dijo: "Oye, jorobadita ¿aquí hay cerveza artesanal?". María escuchó el "jorobadita" y no pudo creer que ese joven le hablara con cariño. Como no sabía qué era eso de artesanal, sacó una Tecate y se la puso enfrente.

Jerry alzó sus hombros perfectos y le dió un trago a la chela, que escurrió entre sus labios. Pero allá, en un rincón, Horacio, veía toda esa escena con los dientes apretados y haciendo buches de bilis. Y ahí lo supo: estaba enamorado de María. Su María. María de todos los bares. Su Maribar. ¿Quién se creía ese joven para captar la atención de su María? Se armó de valor y tomó la gran copa de cristal en la que le dejaban la propina. La alzó por encima de su cabeza y, caminando enfurecido, se la estrelló en la cabeza a Jerry Limantour, esperando que cada uno de los pedazos de vidrio se clavara en su cabeza y muriera entre estertores sanguinole­ntos.

Pero Horacio no se había dado cuenta que la copa no era de cristal, sino de plástico. No le sacó más que un tremendo chipote a Jerry, que resultó ser hijo del jefe delegacion­al de la Cuauhtémoc. Jerry juró venganza y, al día siguiente, apareciero­n en la puerta de Las Américas dos inspectore­s que clausuraro­n el lugar. Maribar y Horacio se quedaron sin trabajo, así que decidieron vivir en las alcantaril­las de la Alameda, pero eso sí, felices por siempre.

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G GUERRERO

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