La imparable consagración de la mentira
El acto de invocar un principio elevado para denunciar y condenar los posibles abusos del Gobierno mexicano no tiene un automático valor probatorio. Y sí, es cierto, la matanza de los estudiantes de Ayotzinapa fue un suceso espantoso. Pero, por favor, eso no convierte a Enrique Peña en un genocida, así sea que sus furiosos detractores soliciten el aval de organizaciones de derechos humanos, así sea que arguyan que “fue el Estado” y así sea que promuevan la especie de que los ciudadanos de este país conllevamos las durezas de un régimen represor en vez de dedicarse, ellos mismos, a proclamar, entre otras cosas, que el señor Abarca es, ahí sí, un canalla y un asesino, y a señalar, con la honradez que se espera de quienes en verdad desean un mejor futuro para México, la diferencia que hay entre el hecho de que la policía municipal de Iguala haya sido infiltrada por organizaciones criminales y la abominable realidad de esos otros sistemas auténticamente dictatoriales que, a lo largo de la historia, han exterminado de manera deliberada a sus opositores.
Hay algo más: el denunciante, cobijado bajo el estandarte de una causa justa, se arroga de inmediato prerrogativas excepcionales: se siente con todo el derecho a bloquear avenidas, carreteras, vías de ferrocarril y accesos a los aeropuertos, jodiéndole la existencia a cientos de miles de otros ciudadanos que no tienen que ver nada con el asunto y que, encima, no son en lo absoluto representantes del “poder” ni ejecutores directos de alguna conjura contra el “pueblo bueno” sino simples trabajadores, empleados y comerciantes —gente de bien, o sea— cuyas garantías, miren ustedes, no están siendo entonces pisoteadas por Peña Nieto y los suyos sino… ¡por quienes se han adjudicado, a la torera, el papel de heraldos de la justicia social, la igualdad y los “derechos humanos”!
Esta abusiva apropiación de nobilísimos preceptos perpetrada por minorías que persiguen meramente la obtención de cuotas de poder y la explotación de oscuros intereses es una de las más perniciosas plagas que afrontamos como sociedad: los vociferantes agitadores siembran confusión y atizan añejos resentimientos pero, sobre todo, propalan mentiras sin el menor escrúpulo. Es lo último que necesita nuestra incipiente democracia, señoras y señores.