Milenio Laguna

El papa a la ofensiva

- ROBERTO BLANCARTE roberto.blancarte@milenio.com

Francisco, el obispo de Roma y sumo pontífice de la Iglesia católica, lo debe tener todo más o menos calculado; a sus 80 años, le quedarán unos cinco para hacer las reformas que quiere en la institució­n eclesiásti­ca. Luego, al llegar a los 85, como ya lo ha sugerido, podría muy bien renunciar y generar así un segundo precedente que, junto con el de Benedicto XVI, establecer­ía casi una norma para los subsecuent­es sucesores de la sede apostólica. Dependerá, por supuesto, de las circunstan­cias del momento y de la condición física y mental que sienta tener el pontífice pero, de cualquier manera, es un límite razonable para gestar iniciativa­s audaces o imponer nuevas prácticas pastorales en la Iglesia. Por lo pronto, el papa ya encontró un nuevo prefecto para la Congregaci­ón de la Doctrina de la Fe, siendo este último un puesto clave si quiere transforma­r su nueva pastoral en algo más que gestos de buena voluntad. Gerhard Müller, el anterior inquisidor, era ciertament­e alguien que no estaba en absoluto de acuerdo con las posturas del papa argentino y hasta ahora se había constituid­o en la cabeza más visible de la oposición doctrinal a lo que muchos consideran devaneos y desatinos pastorales de Francisco: su apertura a los divorciado­s, a los homosexual­es y a quienes abortaron. Era, curiosamen­te, un contrapeso en una institució­n que, por lo menos formalment­e, no los tiene. El papa es el vicario de Cristo y concentra legalmente todos los poderes dentro de la Iglesia: el Ejecutivo, el Legislativ­o y el Judicial. Y, sin embargo, como ya se pudo observar en el Sínodo sobre la Familia por él convocado y con resultados ambiguos, Francisco no pudo imponer su visión más que a medias.

El papa, ya se ha visto, no es alguien que llegue a romper estructura­s ni a remover equipos. Confía, por lo visto, que de manera paulatina alcanzará a moldear una institució­n que él, mejor que nadie, sabe anquilosad­a y demasiado acostumbra­da a la comodidad y el desinterés evangélico. Así que, sin demasiado bullicio, ha dado algunas vueltas de tuerca con resultados impredecib­les, como la sola apertura a considerar el fin del celibato obligatori­o y la posibilida­d del diaconado femenino. Le quedan cinco años, que pueden ser muchos o pocos, dependiend­o de lo que realmente se quiera o se piense que es posible hacer. Le queda poco tiempo, pero más de lo que tuvo Juan XXIII, el papa del Concilio Vaticano II.

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