El papa a la ofensiva
Francisco, el obispo de Roma y sumo pontífice de la Iglesia católica, lo debe tener todo más o menos calculado; a sus 80 años, le quedarán unos cinco para hacer las reformas que quiere en la institución eclesiástica. Luego, al llegar a los 85, como ya lo ha sugerido, podría muy bien renunciar y generar así un segundo precedente que, junto con el de Benedicto XVI, establecería casi una norma para los subsecuentes sucesores de la sede apostólica. Dependerá, por supuesto, de las circunstancias del momento y de la condición física y mental que sienta tener el pontífice pero, de cualquier manera, es un límite razonable para gestar iniciativas audaces o imponer nuevas prácticas pastorales en la Iglesia. Por lo pronto, el papa ya encontró un nuevo prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, siendo este último un puesto clave si quiere transformar su nueva pastoral en algo más que gestos de buena voluntad. Gerhard Müller, el anterior inquisidor, era ciertamente alguien que no estaba en absoluto de acuerdo con las posturas del papa argentino y hasta ahora se había constituido en la cabeza más visible de la oposición doctrinal a lo que muchos consideran devaneos y desatinos pastorales de Francisco: su apertura a los divorciados, a los homosexuales y a quienes abortaron. Era, curiosamente, un contrapeso en una institución que, por lo menos formalmente, no los tiene. El papa es el vicario de Cristo y concentra legalmente todos los poderes dentro de la Iglesia: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Y, sin embargo, como ya se pudo observar en el Sínodo sobre la Familia por él convocado y con resultados ambiguos, Francisco no pudo imponer su visión más que a medias.
El papa, ya se ha visto, no es alguien que llegue a romper estructuras ni a remover equipos. Confía, por lo visto, que de manera paulatina alcanzará a moldear una institución que él, mejor que nadie, sabe anquilosada y demasiado acostumbrada a la comodidad y el desinterés evangélico. Así que, sin demasiado bullicio, ha dado algunas vueltas de tuerca con resultados impredecibles, como la sola apertura a considerar el fin del celibato obligatorio y la posibilidad del diaconado femenino. Le quedan cinco años, que pueden ser muchos o pocos, dependiendo de lo que realmente se quiera o se piense que es posible hacer. Le queda poco tiempo, pero más de lo que tuvo Juan XXIII, el papa del Concilio Vaticano II.