El Estado débil
Ahí está, a las puertas de la capital de la nación y en toda su escalofriante magnitud, el fenómeno de la creciente descomposición social de este país
El jueves, en Tláhuac, no sólo aconteció un enfrentamiento entre comandos de nuestra Armada y miembros de una banda criminal. Lo que vino después de este suceso totalmente excepcional es mucho más perturbador: los bloqueos, las algaradas y los incendios de camiones no fueron organizados exclusivamente por individuos aislados o pandillas comandadas por delincuentes sino que participaron en ellos pobladores de la comunidad. Ahí está, a las puertas de la capital de la nación y en toda su escalofriante magnitud, el fenómeno de la creciente descomposición social de este país.
No estamos hablando de los actos que puedan cometer hacendosas amas de casa o comedidos jefes de familia sino de otra cosa, a saber, de las infracciones perpetradas por una subespecie de individuos totalmente indispuestos a acatar las reglas, leyes, ordenanzas y preceptos que determinan la conducta del ciudadano en las sociedades civilizadas. Es algo así como una suerte de popularización de los comportamientos criminales y su trasmutación en normas que desconocen cualquier principio de moralidad.
Las políticas clientelares del antiguo régimen propiciaron la aparición de algunos sectores de la población que se dedicaron a cosechar, con el correspondiente oportunismo, prebendas y privilegios no asegurados al resto de los mexicanos. Se creó así una cultura de incumplimientos concedidos a cambio de lealtades otorgadas al sistema, o sea, de votos asegurados el día de las elecciones. Se fomentó, de la misma manera, la ilegalidad pura y simple: la ocupación desfachatada de terrenos y propiedades de particulares, el otorgamiento de permisos sin solventar los debidos requisitos, la calculada programación de huelgas para doblegar a los patrones en beneficio de una cúpula sindical… Proliferaron igualmente “líderes” dedicados a procurar sus muy particularísimos intereses en vez de atender las necesidades de sus agremiados y, entre las prácticas de control del sistema, observamos una deliberada infantilización de los trabajadores para engatusarlos con dádivas ocasionales en lugar de asegurarles derechos reales, al tiempo que se fomentaba globalmente el culto a la personalidad de los jefes, comenzando por la glorificación del Señor Presidente de la República, atizando así el servilismo indispensable en todo esquema de sometimiento.
El resultado de todo esto es no sólo la entronización de un muy nocivo paternalismo sino que, en los hechos, resulta ya muy difícil desmantelar la estructura corporativista de buena parte de la sociedad mexicana. Hay algo nuevo, sin embargo: hoy, la existencia de los tradicionales sectores beneficiarios del populismo clientelar se manifiesta de
Las políticas clientelares del antiguo régimen propiciaron la aparición de algunos sectores de la población que se dedicaron a cosechar prebendas y privilegios no asegurados al resto de los mexicanos. Se creó así una cultura de incumplimientos concedidos a cambio de lealtades otorgadas al sistema
manera mucho más perniciosa porque se conectan con los oscuros intereses de unos grupos políticos que, pretendiendo reivindicar ancestrales agravios contra las clases desprotegidas, justifican casi abiertamente la brutalidad y la violencia: así las cosas, el linchamiento de presuntos delincuentes, la rapiña, el vandalismo y el pillaje no son ya estremecedoras muestras de barbarie sino que, aparte de ser presuntamente explicables, se vuelven parte de una perversa normalidad. ¿No nos habían avisado de ese mentado “estallido social” como para que no debamos advertir, en estos momentos, que el “pueblo bueno” está ya dispuesto a hacerse cargo de las cosas? Y, ¿acaso no merecen los desheredados la benévola comprensión de quienes no comparten las durezas de su cotidianidad?
Pero, todo se pone todavía mucho peor: de pronto, las organizaciones criminales son ya también parte de la ecuación. Los sicarios, los extorsionadores, los traficantes y los secuestradores han descubierto que cuentan con una clientela natural: los pobres de México. De un plumazo, pasan de su catadura de delincuentes a la muy nobilísima condición de benefactores. Los valerosos marinos de la Armada de México repelen un ataque de asesinos que decapitan, torturan y mutilan a otros seres humanos y, ¿qué ocurre? Pues, que algunos vecinos salen a las calles, a manera de protesta, a quemar camiones y a bloquear el paso. No son todos, desde luego. Pero, son lo suficientemente numerosos como para perpetrar actos vandálicos que las autoridades no pueden controlar.
En los saqueos a los trenes que cruzan Guanajuato participan niños y mujeres. Del robo del combustible de las tuberías de Pemex se benefician poblaciones enteras en Puebla. Esa gente ya está ahí. No vino de Marte. Y, mientras tanto, el Estado mexicano, ¿dónde se encuentra?