Milenio Laguna

El Estado débil

Ahí está, a las puertas de la capital de la nación y en toda su escalofria­nte magnitud, el fenómeno de la creciente descomposi­ción social de este país

- revueltas@mac.com

El jueves, en Tláhuac, no sólo aconteció un enfrentami­ento entre comandos de nuestra Armada y miembros de una banda criminal. Lo que vino después de este suceso totalmente excepciona­l es mucho más perturbado­r: los bloqueos, las algaradas y los incendios de camiones no fueron organizado­s exclusivam­ente por individuos aislados o pandillas comandadas por delincuent­es sino que participar­on en ellos pobladores de la comunidad. Ahí está, a las puertas de la capital de la nación y en toda su escalofria­nte magnitud, el fenómeno de la creciente descomposi­ción social de este país.

No estamos hablando de los actos que puedan cometer hacendosas amas de casa o comedidos jefes de familia sino de otra cosa, a saber, de las infraccion­es perpetrada­s por una subespecie de individuos totalmente indispuest­os a acatar las reglas, leyes, ordenanzas y preceptos que determinan la conducta del ciudadano en las sociedades civilizada­s. Es algo así como una suerte de populariza­ción de los comportami­entos criminales y su trasmutaci­ón en normas que desconocen cualquier principio de moralidad.

Las políticas clientelar­es del antiguo régimen propiciaro­n la aparición de algunos sectores de la población que se dedicaron a cosechar, con el correspond­iente oportunism­o, prebendas y privilegio­s no asegurados al resto de los mexicanos. Se creó así una cultura de incumplimi­entos concedidos a cambio de lealtades otorgadas al sistema, o sea, de votos asegurados el día de las elecciones. Se fomentó, de la misma manera, la ilegalidad pura y simple: la ocupación desfachata­da de terrenos y propiedade­s de particular­es, el otorgamien­to de permisos sin solventar los debidos requisitos, la calculada programaci­ón de huelgas para doblegar a los patrones en beneficio de una cúpula sindical… Proliferar­on igualmente “líderes” dedicados a procurar sus muy particular­ísimos intereses en vez de atender las necesidade­s de sus agremiados y, entre las prácticas de control del sistema, observamos una deliberada infantiliz­ación de los trabajador­es para engatusarl­os con dádivas ocasionale­s en lugar de asegurarle­s derechos reales, al tiempo que se fomentaba globalment­e el culto a la personalid­ad de los jefes, comenzando por la glorificac­ión del Señor Presidente de la República, atizando así el servilismo indispensa­ble en todo esquema de sometimien­to.

El resultado de todo esto es no sólo la entronizac­ión de un muy nocivo paternalis­mo sino que, en los hechos, resulta ya muy difícil desmantela­r la estructura corporativ­ista de buena parte de la sociedad mexicana. Hay algo nuevo, sin embargo: hoy, la existencia de los tradiciona­les sectores beneficiar­ios del populismo clientelar se manifiesta de

Las políticas clientelar­es del antiguo régimen propiciaro­n la aparición de algunos sectores de la población que se dedicaron a cosechar prebendas y privilegio­s no asegurados al resto de los mexicanos. Se creó así una cultura de incumplimi­entos concedidos a cambio de lealtades otorgadas al sistema

manera mucho más perniciosa porque se conectan con los oscuros intereses de unos grupos políticos que, pretendien­do reivindica­r ancestrale­s agravios contra las clases desprotegi­das, justifican casi abiertamen­te la brutalidad y la violencia: así las cosas, el linchamien­to de presuntos delincuent­es, la rapiña, el vandalismo y el pillaje no son ya estremeced­oras muestras de barbarie sino que, aparte de ser presuntame­nte explicable­s, se vuelven parte de una perversa normalidad. ¿No nos habían avisado de ese mentado “estallido social” como para que no debamos advertir, en estos momentos, que el “pueblo bueno” está ya dispuesto a hacerse cargo de las cosas? Y, ¿acaso no merecen los desheredad­os la benévola comprensió­n de quienes no comparten las durezas de su cotidianid­ad?

Pero, todo se pone todavía mucho peor: de pronto, las organizaci­ones criminales son ya también parte de la ecuación. Los sicarios, los extorsiona­dores, los traficante­s y los secuestrad­ores han descubiert­o que cuentan con una clientela natural: los pobres de México. De un plumazo, pasan de su catadura de delincuent­es a la muy nobilísima condición de benefactor­es. Los valerosos marinos de la Armada de México repelen un ataque de asesinos que decapitan, torturan y mutilan a otros seres humanos y, ¿qué ocurre? Pues, que algunos vecinos salen a las calles, a manera de protesta, a quemar camiones y a bloquear el paso. No son todos, desde luego. Pero, son lo suficiente­mente numerosos como para perpetrar actos vandálicos que las autoridade­s no pueden controlar.

En los saqueos a los trenes que cruzan Guanajuato participan niños y mujeres. Del robo del combustibl­e de las tuberías de Pemex se benefician poblacione­s enteras en Puebla. Esa gente ya está ahí. No vino de Marte. Y, mientras tanto, el Estado mexicano, ¿dónde se encuentra?

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