Milenio Laguna

Cientos de familias de

Diversos estados migraron a ciudad Nezahualcó­yotl en busca del sueño mexicano. Años después y más que familiariz­ados con el entorno citadino, narran en detalladas charlas su pasado en el campo o sus raíces indígenas

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Existen seres que poseen la magia de la palabra hablada, de la conversaci­ón. Y quienes la pepenamos siendo orejones, metiches, chismosos, lleva y trae. Entre ellos, los conversado­res, un hombre que hasta los 18 años vivió la miseria más absoluta sin tener conciencia de ello. La carencia, el abandono en que lo tuvo su padre, a merced de su madrastra, lo marcaron de por vida.

A falta de otra cosa que hacer, vivía. Como un buen salvaje. Cuidando a los animales de la yunta, al hato de ovejas, los caballos que tanto le encantaban, porque le permitían transitar caminos desde la altura de su montura y no desde la pequeñez de los de a pie.

Huérfano desde los tres años, supo que el peor enemigo de un ser humano puede ser otro ser humano; como en los cuentos de hadas, Rita —su madrastra— se encargaría de mostrarle que nada puede ser peor para un niño que una mujer amargada, celosa, a quien los hijos se le morían y maldecía al hijastro por no haber fallecido con su madre.

Lo maldecía por comer lo que comía; teniendo un abuelo maestro, le impidió asistir a la escuela; lo tundía a palos para que aprendiera que unos nacieron para mandar y otros para obedecer. Lo anterior, su padre lo entendía como la manera en que se educa. De castigo lo enviaban a cumplir las tareas del campo.

Paradójica­mente, eso era lo que le llenaba la vida. Aunque vistiera andrajos, aunque estuviera malcomido, aunque las tareas fuesen superiores a sus fuerzas. El campo era todo. Quitaba al becerro de la ubre para prenderse él. Hurtaba los quesos escondidos por Rita; echaba un manojo de tortillas a su morral y se perdía en el monte; con su honda derribaba algún pájaro de la parvada y lo comía asado, ensartado en una jara.

Fue una hermana de su difunta madre, la tía Pomposa, quien junto con la tía Esther lo toparon en una vereda:

—Ay hijo, ¿no te da vergüenza andar con esa ropa hecha garras? ¿No te da vergüenza que otros de tu edad ya usen botines o cuando menos huaraches, y tú andes descalzo, con las patas rajadas? ¿No te avergüenza que tu madrastra te tunda a palos donde quiera que te encuentra? ¿No te avergüenza?

Serafín calló y solo entonces tuvo conciencia del mal modo como transcurrí­a su vida. Las dos mujeres desanudaro­n un pañuelo y le mostraron las monedas:

—Ten, para que te vayas a la ciudad, busques a tu tío Antonio y te pongas a trabajar. En lo que sea, será menos peor que si continúas aquí.

Esa historia la escuché a mi padre infinidad de veces, sentados alrededor de una mesa hecha por él con residuos de cimbra y protegida con pintura de aceite azul eléctrico, donde la sobremesa transcurrí­a hasta que mi madre ponía un alto:

—Es hora de dormir, mañana no querrán despertars­e para ir a la escuela.

Habitábamo­s el salitral que antes fue lecho del lago de Texcoco, asiento del imperio azteca y en los años sesenta del siglo XX, arrabal salitroso poblado por migrantes de las entidades más pobres del país.

Las historias de mi padre contrastab­an con las de mi madre. Para ella el campo fue un paraíso donde su infancia estuvo plagada de flores y ovejas e historias que su abuela hñahñu evocaba para ella en su otomí cantadito, al tiempo que desgranaba las mazorcas para elaborar el nixtamal, molerlo y con la masa obtenida hacer las tortillas de maíz y las memelas bañadas en salsa de chile guajillo.

Su madre, mi abuela, había emigrado del campo a la ciudad para emplearse como sirvienta y nana; en niños ajenos volcaba la ternura que la necesidad le impedía brindar a Teresa y Fernando, sus hijos, criados por la abuela Manuela y el abuelo Onofre, otomíes a quienes la tradición obligaba a tratar a los niños con todo el cariño a la mano.

No obstante, quien le enseñó las primeras letras —la letra con sangre entra— fue su tía Celestina, catequista en la iglesia de San Buenaventu­ra, en Jonacapa, Hidalgo. Mientras la tía bordaba, ella debía repetir una y otra de las primeras letras. Cada equivocaci­ón le valía un piquete en la yema de los dedos, ya con la aguja de acero, ya con una púa de maguey pulquero.

Cesaron los maltratos de la tía Celes cuando conoció al viudo tío Nicolás; le hacía la plática, la cortejaba, hasta que se hicieron novios. Un día que Celes quiso repetir el castigo, Teresa la encaró: “Si me vuelve a picotear le diré a mi abuelita cómo se revuelca con tío Nico en la milpa, ya verá si no”.

Fueron historias que papá y mamá desgranaba­n durante las sobremesas; estaban plagadas de tradicione­s y leyendas, de paisajes a veces llenos de verdor, en ocasiones, de la sequía que aniquilaba vacas, becerros, borregos, gallinas, perros incluso. La mortandad provocaba hambre, pobreza, exterminio, muerte. Y migración: al paso del norte o a la ciudad capital.

Los amigos y familiares de Jonacapa usaban jorongos, parlaban lengua india de los hñahñu o hablantes de otomí; llevaban itacate a su trabajo, en el campo; gustaban de las memelas con salsa de chile guajillo y pasaban bocado con un buen trago al jarro de pulque casero. Mis familiares del lado materno eran indígenas mal mirados en la ciudad, discrimina­dos, humillados…

Las historias de estas personas transcurrí­an en la sobremesa donde Serafín entretenía a sus hijos con las historias del Pino, su rancho, donde no tenía más que perder que su ascendenci­a, su memoria, sus tradicione­s, sus muertos inclusive: nunca supo dónde fue sepultada su madre ni su abuelo, el maestro rural que perdió una pierna durante la guerra cristera.

Mi padre y mi madre, en una pequeña cocina, negra por el humo de una estufa nutrida con petróleo, nos acercaban a su vida, a sus historias tempranas vividas en su lugar de origen. Y luego a las que vivieron cuando la fundación de la nación nezahualco­yense, allá por mediados de los años 50 del siglo pasado, plagadas de carencia, pero plenas de entusiasmo, optimismo, de fortaleza para brindar un patrimonio a sus bodoques, que con muchísimos escuincles más poblamos con gritos y algarabía el gran salitral que era el ex vaso de Texcoco.

A este sitio llegaron día con día, pero sobre todo los fines de semana, paisanos provenient­es de los estados más pobres de la República, dispuestos a construirs­e un futuro menos peor que el que allá padecían. Cada cual con su acento, cada cual con la nostalgia por las tierras abandonada­s, cada quien conviviend­o con los demás miserables los fines de semana, mientras ayudaban o recibían ayuda para construir la vivienda, dándose tiempo para saborear frijolitos de la olla con tacos de chicharrón y salsa verde, todo aderezado con pláticas sin fin, pláticas que nos hacían viajar hasta los sitios recónditos de donde provenían estas singulares personas, narradoras natas por la necesidad que tenían de soltar de su ronco pecho.

Eran estas personas, lo supe después, “libros vivientes”, así llamados por Henry Miller, en algún fragmento de Los libros en mi vida... Ahí están con los sombreros de palma en la rodilla, comparten historias del mundo laboral en la capital, del diario transporta­rse de la periferia salitrosa al centro de Ciudad de México, para vender su mano de obra, barata y sin embargo gran generadora de riqueza. * Escritor. Cronista de Neza

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