Con D de Dunkerque
Nolan huye de la representación hiperbólica que tanto ha dañado al género y se refugia en un relato que no abandona la fragilidad, miseria y grandeza humanas
L
a historia de la guerra es siempre compleja. Sus circunstancias, actores y horrores la hacen objeto de permanente polémica; los triunfadores, los vencidos, son solo caras de una misma moneda que el hombre ha insistido en lanzar al aire durante miles de años. Donald Kagan, en su brillante estudio Sobre las causas de la guerra y la preservación de
la paz (Turner-FCE, 2003), citaba el cálculo de Will y Ariel Durant: “En los primeros 3 mil 421 años de civilización, solo en 268 no habían ocurrido guerras”.
La guerra ha estado en todas partes presente. Y si dejamos de lado los años considerados en el arco de nuestra vida “civilizada”, nos encontraríamos con muchos más conflictos bélicos que simplemente han quedado en el olvido.
Es común, pero no es fácil hablar de ella para los historiadores, tampoco para los novelistas y, sin embargo, debemos a algunos de ellos los relatos más comprensibles y exactos de lo que han representado las grandes conflagraciones que han cambiado el rumbo de pueblos y continentes enteros. No me detendré aquí a mencionar los clásicos evidentes del género, pero sí recalcaré que a través de ellos hemos visto en toda su magnitud, mejor que en los libros de historia, el drama de la guerra.
Ahora bien, ir al cine a ver “una de gue- rra” es siempre arriesgado. Lo más probable es que resultemos acribillados por la propaganda, el efectismo, la ridiculez o la inverosimilitud. Todo junto o por separado, con uno o varios héroes imposibles que hacen de la sangre enemiga un coctel muy barato. De todo eso nos salva Dunkerque, la película escrita, coproducida y dirigida por Christopher Nolan, quien dirigió al mejor Guasón de la historia, el malogrado Heath Ledger, y las mejores tramas de Batman — Batman Begins, The Dark Knight y The
Dark Knight Rises— además de la memorable Interstellar y de otros filmes no menos interesantes.
Las cualidades de esta cinta son varias, pero la que las marca es la sobriedad: Nolan huye de la representación hiperbólica que tanto ha dañado al género y se refugia en un relato que, en sus distintos planos, no abandona nunca la fragilidad, miseria y grandeza humanas.
Porque eso es lo que nos cuentan las grandes historias bélicas: cómo reaccionan unos desconocidos frente a otros, iguales que ellos, enviados a matar por una u otra causa; cómo los hombres, que participan de la barbarie, recogen, exponen o defienden lo que les queda de condición humana.
Quien quiera ver violentos personajes capaces de sobreponerse a ejércitos ente- ros y salir indemnes, debe abstenerse de ver Dunkerque, que es, al fin y al cabo, una historia que de tan real es más sencilla y cruda: cientos de miles de soldados británicos y franceses atrapados en Dunkerke, un puerto francés cercano a la frontera con Bélgica.
Son los últimos días de mayo de 1940. Bélgica se ha rendido, lo que abre un importante hueco por que se cuelan las tropas nazis; Francia se tambalea, en tanto que la esperanza que les habían dado sus aliados británicos se hunde o es destruida en esas playas por la Luftwaffe y sus implacables bombarderos Stuka.
En apenas unos días, casi 400 mil hombres, en su mayoría ingleses pero también franceses y belgas, deben ser evacuados por la que se conoció como Operación Dinamo.
Es este desesperado episodio el que capta con gran realismo cinematográfico Nolan. Todo está perdido: toneladas de equipo, cientos de tanques, artillería, explosivos. Los ingleses se baten en retirada pero quedan arrinconados frente al mar; en tanto, varias divisiones del ejército francés hacen frente a los nazis en lo que queda del frente de batalla. Sin su ayuda y la extraña decisión de Hitler (una de las más discutidas por los historiadores) de detener el avance de los panzers alemanes, la determinación de Churchill de salvar a sus soldados se hubiera visto frustrada.
La película no ve —ni lo intenta— los entresijos del drama de Dunkerque, pero es bueno saber que apenas días antes del desastre un aguerrido Winston Churchill había pronunciado su histórico discurso (“No tengo otra cosa que ofrecer más que sangre, sudor y lágrimas…”), y el día 28 de mayo dijo a su gabinete: “Si la larga historia de nuestra isla tiene que terminar, dejemos que termine solo cuando todos y cada uno de nosotros yazcamos en el suelo ahogados en nuestra propia sangre”.
Fue esta determinación, ese comportamiento “honorable y valiente” lo que, según Simon Schama ( Auge y caída del
imperio británico, Crítica, 2005), hizo que Churchill recibiera “una recompensa tan espectacular, que ni siquiera él podía creer. En vez de los 50 mil hombres que el gobierno pensó que sobrevivirían a Dunkerque, 330 mil soldados fueron rescatados, entre ellos 200 mil británicos, en una flotilla de más de 800 buques, como los que nunca antes se habían visto, bien puede decirse, en una gran guerra: barcos de paseo de los puertos, pequeñas barcas y pesqueros… cualquier cosa que flotase”.
Y eso es lo que, gracias a Nolan, podemos ver en la pantalla grande.