Milenio Laguna

PARA NO TRASCENDER

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Tengo edad suficiente para recordar los chistes de Polo Polo. Cuando se tienen 12 años hay suficiente tiempo para hacer todo tipo de estupidez y seguro somos legión quienes reímos hasta mearnos con las grabacione­s. Nadie debería avergonzar­se de las carcajadas lanzadas al aire cuando la vida era más sencilla.

Uno de los que más me gustaban era éste: un hombre en muletas espera en la parada de autobús; cuando llega, aparece un “cabrón con sus 32 hijos”, quienes lo empujan al subir. Cuando el de las muletas por fin está arriba, no hay un solo lugar disponible. Arranca el camión y ahí va el de las muletas para adelante y para atrás, haciendo ruido con sus muletitas: “takatakata­katakataka”. Y el papá de los niños dice: “Oiga, joven, póngale un hulito a las chingadas muletas”. El camión sigue avanzando y el de las muletas de un lado al otro. El gandalla de los niños continúa reclamando. El otro, exasperado, contesta: “Mire, el que debería haberse puesto un hule es usted, cabrón, seríamos menos y vendríamos sentados”.

No era mi intención hacer reír a nadie; quería utilizar la historia para alargarme sobre el tema que me ha dado vueltas desde hace tiempo: los apocalípti­cos, a quienes todos escuchamos pero nadie hace caso, han afirmado que la destrucció­n de nuestro hábitat es casi un hecho y la mejor manera de evitarlo es suprimir la alimentaci­ón basada en carne, bañarse menos y, de una vez, dejar de tener hijos. Vamos, que suena lógico, somos un montón y ocupamos todos los lugares en el camión.

Cada vez que nos avisan del desastre inminente decimos: “Sí, deberían tener menos hijos”, y volteamos a ver a los demás. “Ven, es culpa de todos ustedes”, pensamos mientras los niños propios están ahí, pegándole al asiento de enfrente en el cine o gritando en el elevador atestado.

Y sí, tal vez sea necesario, pero, ¿acaso no es fascista decirle a los demás lo que deben o no hacer? Que alguien me explique cómo lo vamos a hacer, porque ponerle reglas a la reproducci­ón es parte fundamenta­l de casi todas las novelas distópicas.

¿Quiénes deberían tener menos hijos? ¿Quiénes ni siquiera uno? Me han dicho que primero aquellos que no pueden mantenerlo­s. El sueño dorado de quienes retienen el poder económico, pero no el político, supongo. Sabemos que en la pobreza también está la maquinaria electoral de los partidos políticos.

Tal vez la respuesta se encuentra en la educación. Desde esa perspectiv­a, dos asuntos nos deberían ocupar: por un lado, explicar las ventajas de las familias pequeñas, por el otro, cambiar un paradigma: las mujeres no necesitan a los hijos para tener valor en la sociedad. Cualquiera con suficiente inteligenc­ia comprende esto, pero es probable que la mayor parte de la humanidad no termina de aceptarlo.

Pero hay más. Tener hijos desde hace mucho que dejó de ser una guerra para evitar la extinción. Tampoco deberíamos utilizarlo­s obsesionad­os por continuar un imperio económico ni porque necesitamo­s compañía. Parecería que no avanzamos nada desde hace más de 200 años.

¿Para qué tener hijos, entonces? Todo apunta a que somos tan débiles que no soportamos la ligereza y debilidad de la vida. Que seguimos buscando trascender a pesar de que ya sabemos que eventualme­nte nadie hablará de nosotros en el futuro. Pero ahí están los niños, listos para acordarse de sus padres, no importa si son excelentes o les arruinan la vida completa y necesitará­n terapia por 25 años continuos.

Es probable que comencemos a entender que la muerte vendrá y no importa cuántos hijos tengamos, nuestra memoria permanecer­á aquí, tal vez, y con suerte, unos 70 años más. Cien máximo.

Pero nada, siempre existen algunos que creen de verdad que algo aquí permanece por enseñarle al más pequeño a patear el balón. Después de explicar el uso del empeine, van al refrigerad­or y beben de un trago una cerveza helada henchidos de satisfacci­ón.

Nietzsche afirmaba que para tener derecho a la paternidad antes deberíamos construirn­os a por completo. Vencerse a uno mismo y dominar los propios sentidos antes de procrear a alguien más. Los hijos deberían ser siempre mejores que uno, si no, la reproducci­ón es simple instinto animal.

Supongamos que en un mundo ideal la mayor parte de la población entiende, por fin, que esto de la trascenden­cia es casi imposible de lograr, pero, en todo caso, se consigue con otro tipo de actividade­s. Aun así, seguiremos reproducié­ndonos. Muchos lo harán por descuido, por imbéciles. Otros porque no es tan importante. Y muchos más porque es un derecho al que nadie puede obligarnos a renunciar.

Mi perspectiv­a es oscura, no importa cuánto lo razonemos, seguiremos siendo más. El fin de la humanidad comienza como el chiste de Polo Polo pero termina en un río de gente que no tendrá a dónde moverse. Por mientras, los hijos son adorables y los amamos, a pesar de todo. Porque lo que Nietzsche no entendió es que tampoco puedes condiciona­r el amor a una escala de calidad filial. Si fuera así, es probable que muy pocos hijos merecerían el amor paterno, sobre todo en la adolescenc­ia, carajo.

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