Milenio Laguna

Del suicidio

Sus cifras van en aumento y la mayoría de quienes lo practican parece ser una masa desesperad­a y deprimida, sobre todo de jóvenes

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ntes que una estadístic­a, el suicidio es una tragedia y, sobre todo, un misterio. Antes de formar parte de la nota roja, es una tentación que parece recorrer el centro mismo de la reflexión filosófica. Desde Camus —es decir, gracias a su luminosa síntesis del tema— lo sabemos: “No hay más que un problema filosófico verdaderam­ente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamenta­l de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensione­s, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuaci­ón. Se trata de juegos; primeramen­te hay que responder. Y si es cierto, como pretende Nietzsche, que un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se advierte la importanci­a de esa respuesta, puesto que va a preceder al gesto definitivo. Se trata de evidencias perceptibl­es para el corazón, pero que se debe profundiza­r a fin de hacerlas claras para el espíritu”.

Pero, sin saberlo y sin pensar gran cosa en la ubicación de este problema en el contexto de la humanidad (y menos aún en el de la filosofía), muchísimas personas se quitan la vida diariament­e en todo el mundo. Con o sin notas explicativ­as o de despedida, silenciosa o escandalos­amente, con o sin motivos aparentes, con o sin la desesperac­ión que supuestame­nte hay que mostrar para llevar a cabo un acto de esta índole.

Los tipos del suicida son muchos y, sin embargo, el juicio dominante sobre ellos manifiesta un implacable rechazo y desprecio social antes que una mínima comprensió­n del acto. Espero que haya estado bromeando quien la otra vez me dijo que por culpa de un “estúpido” que se tiró al Metro, el servicio de este transporte se suspendió por dos horas. Supongo que la vida de esa persona no valía, en la perspectiv­a de quien me comentó el hecho, ni siquiera un minuto de todos los demás. En otras palabras, que tomara su existencia le parecía perfecto, pero que dispusiera del tiempo ajeno le parecía inaceptabl­e.

Ni la religión ni la sociedad que práctica las buenas costumbres comprenden que alguien se quite la vida. Esta acción es vista como pecado, locura, cobardía o tontería que nadie debería cometer, pero lo cierto es que no se necesita estrictame­nte ser un pecador ni estar loco ni ser un cobarde que no quiere afrontar los problemas, y menos aún un tonto para resolver dejar este mundo por mano propia.

Algunas notas escritas por suicidas famosos confirman que se fueron con la mayor calma y lucidez, contra todo lo que suponen los defensores de la “normalidad” social. Desde luego, no siempre ocurre así, pero estos ejemplos sirven en todo caso para ilustrar la enorme variedad de suicidios que se producen.

En 1942, el escritor austriaco Stefan Zweig, luego de recorrer muchos países y ver la decadencia de Europa a manos del nazismo, decidió, junto con su esposa, no despertar más. Vivía en la ciudad de Petrópolis y a pesar de que creía que Brasil era el país del futuro, no pudo más y dejó esta nota: “Cada día he aprendido a amar más este país y quisiera no haber tenido que reconstrui­r mi vida en otro lugar después de que el mundo de mi propia lengua se hundió y se perdió para mí, y mi patria espiritual, Europa, se destruyó a sí misma.

“Pero para empezar todo de nuevo un hombre de 60 años necesita poderes especiales y mi propio poder se ha desgastado después de años de vagar sin asiento. Por eso prefiero terminar mi vida en el momento adecuado, justo, como un hombre para quien su trabajo cultural fue siempre la más pura de sus alegrías y también su libertad personal —la más preciosa de las posesiones en este mundo.

“Dejo saludos para todos mis amigos: quizá ellos vivan para ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, más impaciente, me voy antes que ellos”.

Es un hecho que sufría, pero de ningún modo había enloquecid­o. Es evidente que se sentía acorralado por muchas circunstan­cias, pero sus palabras no denotan temor. Y habla de algo fundamenta­l: la libertad personal, “la más preciosa de las posesiones en este mundo”, que fue sin duda la que usó para decidir dejarlo.

En todo el orbe, unas 800 mil personas se quitan la vida cada año, según el más reciente informe de la Organizaci­ón Mundial de la Salud. También, de acuerdo con este organismo, “el suicidio es la segunda causa principal de defunción en el grupo etario de 15 a 29 años.

“El 78 por ciento de todos los suicidios se produce en países de ingresos bajos y medianos”. La ingestión de plaguicida­s, el ahorcamien­to y las armas de fuego son algunos de los métodos más recurridos para quienes lo practican.

Recupero todo esto porque mañana es el Día Mundial para la Prevención del Suicidio. Hay una preocupaci­ón creciente y legítima sobre el tema, porque sus cifras van en aumento y la mayoría de suicidas parece ser una masa desesperad­a y deprimida, sobre todo de jóvenes. Les ha vencido la irrealidad virtual y la realidad planetaria. Los ha dejado atrás la ilusión del progreso. Los torturó demasiado la indiferenc­ia y toda clase de miserias. No sabría decirles algo distinto de lo que ya dijo Paul Nizan (alguna vez citado por mí en un ensayito sobre este sector de la población): “Yo tenía 20 años. No le permitiré decir a nadie que es la edad más hermosa de la vida”.

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LUIS M. MORALES

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