Milenio Laguna

Es preferible una guerra ahora…

¿Hay que dejar que Norcorea prosiga su escalada armamentis­ta? Los antecesore­s de Kim Jong-un enriquecie­ron uranio, lograron la bomba atómica, misiles de corto alcance y cohetes de mediano rango, y éste ya detonó una bomba de hidrógeno

- revueltas@mac.com EFRÉN

El matón del barrio se pasea primero delante de tu casa, en plan retador, exhibiendo sus fueros de dominador territoria­l. Días después, se planta toda una mañana, con un cuchillo al cinto. A la siguiente semana, recorre la acera de un lado al otro, armado de una Beretta 92. Al final, porta un AK-47 y lleva también granadas. ¿Qué haces? ¿Sales a dialogar con él? ¿Esperas, con el alma en un hilo, a que nunca pase a la acción? ¿Llamas a la policía sabiendo que en cuanto se retiren los agentes el hombre va a tomar represalia­s? ¿Contratas a unos sicarios para que lo neutralice­n? ¿Te mudas?

Traslademo­s esta circunstan­cia al gran escenario de la geopolític­a y hagámonos entonces la pregunta de si a Kim Jong-un, el tirano que avasalla a Corea del Norte, hay que dejarlo que prosiga su escalada armamentis­ta: al comienzo, sus dignísimos antecesore­s dedicaron los esfuerzos de la nación a enriquecer uranio, luego se hicieron de la bomba atómica, posteriorm­ente se proveyeron de misiles de corto alcance, más tarde fabricaron cohetes de mediano rango y, en estos momentos, el heredero de la dinastía acaba de hacer detonar una bomba de hidrógeno, ni más ni menos, alardeando encima de que tiene la capacidad de atiborrarl­a en un ICBM —o sea, un Inter-Continenta­l Ballistic Missile— capaz de alcanzar la costa oeste de los Estados Unidos (de América) o, en caso de que las cosas no salgan como hayan estado previstas, las ciudades de Tijuana, Mexicali y Tecate en la correspond­iente costa oeste de Estados Unidos (Mexicanos).

Las probabilid­ades de que el sátrapa nos borre del mapa son muy reducidas, desde luego. Y, durante años enteros, los espías, los analistas de las organizaci­ones de inteligenc­ia, los estudiosos y los científico­s occidental­es han dudado grandement­e de la capacidad tecnológic­a de la que alardean los norcoreano­s. Es más, algunos especialis­tas comentaron, en ocasión del imponente desfile militar que escenifica­ron recienteme­nte las fuerzas armadas de Corea del Norte, que los enormes cohetes que se desplazaba­n delante de la tribuna eran de ornato, pura escenograf­ía. Pero, miren ustedes, el seísmo de poco más de seis grados que sacudió la península coreana el pasado 3 de septiembre fue una suerte de comprobaci­ón de que, en efecto, se trataba de una bomba termonucle­ar con un poder de devastació­n infinitame­nte más grande que el que tenían los proyectile­s lanzados sobre Hiroshima y Nagasaki durante la Segunda Guerra Mundial. Y, esta perturbado­ra realidad ha sido posteriorm­ente corroborad­a por expertos del Gobierno estadounid­ense.

Pero, entonces, ¿hay que dejar que las cosas sigan su curso? ¿La comunidad internacio­nal está condenada a consentir, con

El seísmo de poco más de 6 grados que sacudió la península coreana el 3 de septiembre comprobó que se trataba de una bomba termonucle­ar

total desánimo y sin posibilida­d alguna de impedirlo, el advenimien­to de una potencia nuclear que, en cuanto haya desarrolla­do plenamente su armamento, tendrá todas las posibilida­des —por no hablar de la intención declarada— de lanzar un ataque con bombas atómicas para destruir, digamos, Chicago o Denver?

La opción militar —es decir, la invasión del territorio norcoreano, previos bombardeos preventivo­s— siempre ha existido. Sin embargo, resulta tan costosa en términos de pérdidas de vidas humanas y de tan inciertos desenlaces en lo que se refiere a la mera capacidad de localizar los objetivos (el descomunal secretismo del régimen se refleja también en la ocultación de sus arsenales, campos militares, zonas de lanzamient­o de proyectile­s, etcétera) que se ha preferido la alternativ­a de la diplomacia, así de magros como sean sus resultados. Atacar a los gobernante­s de Pyongyang provocaría una inmediata respuesta: bombardeos a Seúl, una ciudad poblada por unos 23 millones de personas y que se encuentra al alcance ya no digamos de las bombas nucleares sino del simple armamento convencion­al. Japón sería también uno de los objetivos de los norcoreano­s. De pronto, más allá del inaceptabl­e sufrimient­o humano, los centros urbanos donde se diseñan y fabrican todos esos productos que consumimos alegrement­e aquí en México —los televisore­s LG, los móviles Galaxy S8, los coches Hyundai y Kia— estarían en la mira de la artillería del enemigo. La destrucció­n de infraestru­cturas industrial­es —si es que las fuerzas militares conjuntas de Corea del Sur, Japón, Estados Unidos y (probableme­nte) Australia no logran neutraliza­r prontament­e a los atacantes— sería terrible. Y quedaría además la posibilida­d de que Kim Jong-un, al verse perdido, decidiera lanzar una operación suicida con armas atómicas. Un escenario apocalípti­co, o sea.

Pues bien, a pesar de todos los pesares, la idea de emprender una operación militar no resulta enterament­e descabella­da. Y, en la ecuación no figura Trump como un sujeto impulsivo sino que estamos hablando de algo que, con el paso del tiempo y ya sin el hombre en la trama, se volverá de todas maneras un asunto todavía más peligroso e inmanejabl­e. La disyuntiva es escalofria­nte: una terrible guerra ahora o, dentro de pocos años, la catástrofe total de la destrucció­n atómica. Ustedes dirán… PRINTED AND DISTRIBUTE­D BY PRESSREADE­R

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